jueves, 18 de diciembre de 2008

Hacia ninguna parte

Cuando leí el Preludio hacia ninguna parte de J. A. Sánchez (México, Fondo Editorial Tierra Adentro,2006), volvió a mi cabeza la vieja pregunta: ¿Y yo, por qué no soy poeta? Mi afición por la poesía se dio allá, por los tiempos de mi adolescencia, cuando accidentalmente, me alejé de los libros de texto gratuito para hojear un volumen de poemas que imagino de López Velarde, pero que bien pudo ser de Salvador Novo. No sé por qué insisto en pensar que era del primero si todo lo que recuerdo se orienta hacia la poética del segundo. Lo importante de esto es que frente a la rima y las figuras de dicción, la métrica y las palabras raras que había en los libros de texto, el hallazgo de aquellas páginas encuadernadas rústicamente me reveló la poesía como algo diferente: ante mis ojos se ofrecía una escritura que se tomaba en serio la vida, a sabiendas de que es una broma y al mismo tiempo, se desarrollaba como un juego capaz de mostrar la gravedad de la condición humana. Si la poesía es fresca y suave, pero al mismo tiempo irónica; si fluye e influye; si parece tan espontánea como la profunda inquisidora a lo cotidiano; si suena a una balada, pero es otra cosa, entonces, la poesía se antoja.

Y entonces, ¿por qué no soy poeta? Porque, si bien la Poesía es patrimonio de todos, escribirla es privilegio de unos cuantos. Porque la poesía, como dice Víctor Toledo, es “cantar y pensar”, es “conciencia mayor”, es en fin, “el sentido del sinsentido”. Así, cuando uno escucha el susurro de las musas y resulta que el verso escrito por uno choca con la Otredad que dice un decir semejante, con un lenguaje próximo lleno de coincidencias cósmicas, pero con mejor gusto, con un alcance distinto, con una visión que por ser ajena redefine el horizonte, se impone, en consecuencia, ahorrarle al mundo un gasto innecesario de tinta.
Preludio hacia ninguna parte, ha venido a confirmarme que debo seguir por las calles caminando como peatón y no como poeta, porque la Poesía existe y ya alguien lo dijo: “hacer un poema no es ponerle verbos a lo baril”.

No es gratuito el comentario de Francisco Hernández que circula en internet: “me gusta que J. A. Sánchez sea un poeta de pocas palabras, lo que no es ninguna sorpresa, viniendo sus influencias de quien vienen. Conoce (intuye) bien sus objetivos y sospecha que la madera del corazón es la mejor para fabricar ataúdes, que el humo es comestible entre las dictaduras de las ruinas y que la poesía escurre porque es un reloj de pulsera y una plomada que a la vez es curry. De los caminos propuestos por la joven poesía mexicana, el de ir hacia ninguna parte, sugerido por J. A. Sánchez, es para mí el más honesto y uno de los más lúcidos.” Ni aquel otro que encuentra en las cuatro partes de este libro “un estilo de versificación desenfadado y dúctil, pero de contenido sólido, explosivo por su tremendismo emocional y humor negro”
Desde los paratextos, Preludio hacia ninguna parte (cuatro movimientos) resulta desafiante. Se mezclan a primera vista el prestigio, el reconocimiento social, el ingreso legítimo a la ciudad letrada de la mano de grandes instituciones culturales con una ficha de identificación mínima y el nombre propio reducido a las iniciales. Reconocimiento y fuga, seudoanominato y presentación se mezclan, se amalgaman, se hibridizan, para jugar con un rasgo que García Canclini utiliza, junto con la paradoja, para entender la posmodernidad.
Ilusión
La vida en solo
Está plagada de grises
Que bajo una mirada
Juegan a ser colores.

Y sí, a veces las certezas se pierden. La realidad se salva –aunque suene muy paciano- gracias a la mirada, porque:

La duración de lo prohibido
No es directamente proporcional
Al momento en que la mirada,
Sin ser una réplica de fuego,
Se evapora;


Pero el paraíso, no está en los ojos:

La mirada que proviene de la ilegalidad:
Tierna espina que anuncia
Su ejército de imposibles.

Más aún, parece que el sentido de la vista estorba para llegar profundo.

Necesito arrancarme los ojos
Para ver como se doblegan
Ante tu maldito andar.


El poeta, es entonces el que ve con otros ojos. La poesía es una mirada que se da cuando por algún juego de palabras se quiebra el orden y se abre un tiempo liminal que no puede ser vivido ni rutinariamente, ni como resultado de un proceso institucionalizado. Es como la experiencia del sujeto lírico de “Donde no hay no hubo, donde no hubo no habrá”: “La vi de reojo”, dice y más adelante apunta “como quien llega a desear, / sin querer queriendo, / a la mujer del próximo”. El poeta, ve el mundo “como quien no quiere la cosa” y nos muestra la fascinación de lo otro, de lo ajeno.

Es cierto que la poesía se permite vislumbrar otras posibilidades e incluso, como ha señalado Gabriel Zaíd, desafía al intelecto. (¿Lo dice él o la memoria me traiciona? En fin, con esto de la incertidumbre, ya ni sé). Por ello, algunas características de lo que hoy se considera posmoderno, pueden sondearse en intuiciones escritas en tiempos decididamente premodernos. Pero hay un poema que me parece acertar en el punto clave de las discusiones sobre lo inherente a esta nueva sensibilidad: más allá de las paradojas y los sinsentidos, los no lugares, la incertidumbre: la disolución del tiempo.

Recuerdos

El tiempo se detiene a mi lado
Y exhumo cadáveres
Para humillarme ante ellos.

¿Pero es posible la poesía si nos asumimos posmodernos? Habrá que discutir las condiciones de posibilidad en otro momento, el hecho es que la poesía parece necesaria ahora mismo. Y quien lo intente no debe temer a quienes pontifican que la poesía actual ha de omitir las rimas fáciles como presencia/ausencia o los participios.

martes, 9 de diciembre de 2008

Nudos

El lector reconocerá sin problema las siguientes líneas: “‘La verdadera vida está ausente’. Pero estamos en el mundo. La metafísica surge y se mantiene en esta excusa. Está dirigida hacia la ‘otra parte’, y el ‘otro modo’, y lo ‘otro’”. Se trata, por supuesto, del inicio de Totalidad e infinito, ensayo sobre la exterioridad de Emmanuel Levinas, en la traducción de Daniel E. Guillot. Pero no voy a escribir sobre el filósofo que nació en Lituania en 1906 y murió en París en 1995, ni de su estancia durante la Segunda guerra mundial en un campo de concentración, ni de su filosofía. ¿Y entonces, a qué viene la cita?

Recientemente leí la decena de cuentos de Juan Gerardo Sampedro, que publicó la Universidad de las Américas Puebla, bajo el título de Nudos, el año pasado. Lo primero que llamó mi atención es la forma en que la mirada del escritor selecciona aspectos cotidianos de la realidad –la mirada hacia el espejo, el dolor de cabeza, un accidente, el recuerdo de haber vivido en una determinada calle, los sueños recurrentes- para trascenderlos en un movimiento que desemboca por igual en el humor que en la nostalgia, mientras se hace alarde de dominio en técnicas narrativas y conocimiento de diversas tradiciones que llevan al lector de la polifonía a la minificción, con toques de literatura fantástica. Conforme me acercaba al final del texto, advertí que uno de los temas comunes del libro es el del Otro (mejor aún que la esquizofrenia, como alguien ha dicho).

He ahí la razón de la cita. Los cuentos de Sampedro me llevaron a los días en que leía los textos del filósofo judío que se salvó del exterminio y fue catedrático en Poitiers, París-X-Nanterre y París-IV-Sorbonne, tratando de entender el problema de lo Otro frente al Sí-mismo. La alteridad, siempre irreductible porque el Otro nunca podrá ser subsumido por el Ser pero que tampoco es el No ser. El Otro y lo Otro que nunca podrán ser idéntico al Ser. Otro, que se aproxima, que me concierne, que me re reclama en el cara a cara, que me toma como rehén, pero a quien no se le puede exigir reciprocidad porque hay un desnivel: el Otro es infinito. Lo Otro es desconcertante, incómodo, presente de otro modo que ser. El Otro en sentido radical. Muy distinto –como se ve- del otro yo y de la otredad, como la explica Octavio Paz en la Llama doble (más cercana a la relación Tú-Yo, de Buber).

La diferencia en el tratamiento del tema es evidente: frente al lenguaje filosófico (complicado por la resistencia del Otro a ser predicado con el verbo ser, que no le corresponde), se presenta ameno el lenguaje literario que sirve lo mismo para rendir homenaje que para apuntar hacia el misterio irreductible. Así, por ejemplo, hallamos a dos gemelas obsesionadas con Henry y un ropero, porque “creen que la ropa que uno lleva absorbe la energía de los inexpresados deseos. Y es que esa energía tiende a escabullirse de los roperos si no están casi herméticamente cerrados. Fuera de esos espacios, nadie sería responsable de sus acciones: actúa el Otro”. Pero es más que un desdoblemiento: es el enigma.

En “La memoria de los espejos” se intuye que la otredad desborda a lo mismo, el infinito se abre frente a la totalidad. Un joven periodista de nota roja toma una foto de un espejo, pero al revelar el rollo observa que la impresión no corresponde al negativo. Cada impresión es diferente. “En síntesis, el negativo era el mismo, pero las fotografías variaban”, gracias a lo cual llega a un gran descubrimiento.

Desde luego, en Nudos hay otros motivos temáticos, como el desencuentro y la violencia, la dimensión psicosomática de algunas enfermedades, la vida como una entidad cuyo sentido hay que descubrir o construir. Hay, además, espacio para la crítica de aquellos que “redactan con los pies, alterando la sintaxis, mal informados, sólo para salir del atolladero” y las convicciones puestas en boca de los personajes:
A decir de Julián, la nota roja debe trabajarse con el mismo rigor de todo texto literario. La inventiva y la creatividad son determinantes.

Y como dicen que para muestra un botón, va una minificción que remite, por una parte, al célebre Sueño de la mariposa y los argumentos fantásticos del taoísta Chuang Tzu, y muestra, por otro lado, la búsqueda y el imaginario de un sector de la juventud contemporánea:
En (?) sueños(I)
Me preparé para no soñar nunca más con los vampiros. Esa noche lo logré, sólo que a la mañana, bajo la regadera y ante el espejo, descubrí unas pequeñas marcas, como huellas de ratón, adheridas a mi cuello.

Nudos es un buen compañero de viaje, portátil y ligero como para leer en una sala de espera o tomando un buen café, pero no se agota en el divertimento. Es una invitación a pensar en la alteridad, esa presencia incómoda que nos impele y nos trastorna, que no se deja subsumir por el yo, que trasciende y desborda. En cuanto al autor, nacido en Zacatecas, Zacatecas, consigno lo que han escrito dos reconocidos escritores mexicanos, Guillermo Samperio y Pedro Ángel Palou. Según el primero, es un “escritor que elabora sus textos con meticulosidad, empeño, pero sobre todo con malicia, actitud indispensable en los buenos cuentistas”, y a juicio del segundo, es “uno de los cuentistas más acabados que ha dado nuestro país”.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Los fantasmas y la vida

¿Y si el amor fuera sólo eso? Una espera ilusionada en donde la otredad es la tierra prometida: siempre deseada, dolorosamente inasible; pero real. Una intuición confiada, generosa, desprendida; pero de suyo incierta. Un sueño con los ojos abiertos, una dulce caída que no termina por ser conciencia, una inmensidad de cielo, pero breve maravilla.

Y si el amor fuera el nombre de lo indecible, la insinuación de lo sagrado bajo la piel de una mujer, un destello de gracia e inocencia al fin y al cabo traicionadas, porque es –en ciertos días y precisas noches, se admita o se niegue- lo que todos “quisiéramos sentir” pero llega siempre imprevisto, invisible, imperativo, para alejarse dejando sólo huellas de extrañeza, ecos de nuestra propia nada, rosas secas sobre las sábanas donde floreció la locura, voces de nostalgia, cenizas de dolor y amargura…

Y si el amor se acaba después “[d]e nuestras noches largas, / de muchos sueños compartidos / de esperanzas en el mañana” como confiesa José Gerardo Landero Ordaz en uno de sus poemas, incluidos en Los fantasmas de mi vida (Puebla: edición de autor, 2008)... ¿Y sí fuera así? ¿Escribir o describir el beso y la caricia, entonces, para qué?

La poesía, que una mañana presagia el encuentro, que celebra el cruce nocturno de miradas, viene al día siguiente para salvarnos de la propia muerte, asiste a curarnos del desamor, acude a tonificar las fibras más íntimas de la humanidad amenazada al tiempo que nos lleva a desandar los pasos. La poesía nos hacer perseverar en la existencia, tal como lo sugiere Gerardo en su ópera prima, cuando en la última página sentencia: “Te voy a arrancar de mi alma / porque has empezado a arruinar mi vida”. La poesía que es voz del deseo, canto del furor divino, descubrimiento de uno mismo, también es conjura y exorcismo: re-velación de fantasmas.

Y doy por hecho que no han sido pocos los fantasmas con los que ha tenido que luchar Gerardo, a quien conocí en uno de mis talleres de redacción, para compartir un poemario que fue escrito hace treinta y tres años y que ahora, revisitado, adopta la forma de libro en el que se incluyen, como lo afirma él mismo, con razón, en la “Bienvenida”, “[o]raciones / que salen del fondo de(l) corazón”.

En sus palabras se contemplan diversas caras de esta realidad tan contradictoria como humana. Hay que decirlo: su poesía constituye un atrevimiento. Sí. Porque para hablar del amor hay que explorarlo y exponerlo exponiéndose a sí mismo. Porque otros ya lo han intentado y podríamos con facilidad repetirlos. Porque en un mundo complejo, apuesta al lenguaje inmediato, directo y sencillo. Tan fácil como decir “Te amo / Con mis cinco sentidos, / con esas letras / que tú has encendido”. Pero sobre todo es atrevido porque a partir de hoy tendrá que pagar el precio de exhibir lo que había convertido en un secreto: los reflejos de mí mismo.

Hilvanando confesiones, ruegos y nostalgias nos permite acompañarlo y ser testigos de la expectativa en que puede “mirarte sin que tú ni yo sepamos / que nuestras miradas serán la flama / que incendie nuestras almas”, lo mismo que trasladarnos del desencanto de la realidad del sueño al sueño de la realidad en que es preciso volver a "despertar / y luchar por alguien que es desconocido, / que es invisible, que ha estado ahí”. En fin, esta poesía es un vaivén en busca de lo Infinito. No es extraño, entonces que la búsqueda de amor derive en sentimiento religioso. De hecho, según Robert Graves, el autor de La Diosa Blanca, en lo sagrado está el origen no sólo de la poesía, sino del lenguaje.

El tono y el sentimiento de la oración es innegable:
Quiero pedirte algo especial
quiero poner en tus manos a la persona
de la que algún día estaré enamorado,
con quien compartiré mi vida entera.


Y hasta el ritmo anafórico, al estilo de las letanías, viene al poema:
Te pido que la bendigas, la cuides y la ayudes,
dondequiera que ande.
[...]
No permitas que nada dañe
su capacidad de amar.
[...]
Dondequiera que se encuentre,
bendícela y llénala de amor.

Y si en estos versos hay conciencia de que el amor es una forma de estar ante lo sagrado, su encarnación, la forma palpable de lo divino, el contacto con la trascendencia no puede ser para el poeta otra entidad que la mujer.
La mujer cuando aún no llega a nuestra vida.
La mujer cuando es el ángel que llena las noches placenteras de felicidad.
La mujer ida que vuelve como recuerdo al mirar su rastro indeleble.
La mujer, de un rango superior, en quien se reconoce la acción de Dios. Diría que es un ánimo erótico y místico, pero sobre todo reflexivo, el que lleva a Gerardo a imaginar sonrisas, ojos y “bocas pequeñas que se antoja morder”. Una poesía que busca el origen de las palabras porque sabe
que todo es
pequeño en comparación a lo que
significa

Y si hay atrevimiento, como antes dije, es porque hay valentía. A lo único que teme, es que el amor sea devorado por el olvido.

¿Pensarás en mí?
¿Seré algún día tu recuerdo?
[...]
Y así,
¿Pensaré yo en ti?

¿Y si el amor fuera sólo un destello? ¡Queda la poesía para conservar su huella!


* Este texto fue leído en la presentación del libro, en marzo de 2008.

martes, 11 de noviembre de 2008

México –la nación/narración- en dos novelas de Carlos Fuentes

De la transparencia a la voluntad y la fortuna

A Carlos Fuentes, en su cumpleaños 80


Suena actual eso de que “nuestra borrachera con el petróleo ya debe acabar” porque “no poseemos las capacidades para conducir exploraciones permanentes y a gran escala”. Este argumento bien pudo ser sostenido -con otras palabras- en un debate reciente:

Poco a poco, disfrazadas pero seguras, las compañías extranjeras tendrán que regresar a darnos su saber técnico y su dinamismo. De lo contrario, tendremos que seguir un proceso de industrialización lento, frenado por el afán patriotero de gritar que el petróleo es nuestro. El bienestar definitivo del país [...] está por encima de cualquier satisfacción patriotera. (La región más transparente, RT)

Diríase hoy que el bien del país está por encima de cualquier discurso populista. Sin embargo, la cita es vieja; forma parte de la conversación de Federico Robles, durante una cena con su esposa y su invitado, Ixta Cienfuegos, hacia el final de La Región más transparente, novela ambientada a mitad del siglo pasado y publicada en abril de 1958. En el texto, no hay coincidencia ni don de profecía, sino sensibilidad y reflexión.

Se puede simpatizar o no con Carlos Fuentes, se puede cuestionar su imagen de intelectual cosmopolita, ligado al poder y favorecido por la economía de mercado, se puede leer y criticar con frecuencia y abundancia porque es un autor prolífico y polémico, se le puede reconocer como pilar del boom latinoamericano. Lo que no se puede, es negar su inteligencia y su importancia en la cultura de este país. En ese sentido, cobra relevancia su obra, puesto que, como bien dice Jorge Volpi en La imaginación y el poder, a propósito de Cambio de piel, “Fuentes asume la ‘preeminencia del texto’ como postulado central de su estética: nada hay fuera del México de sus novelas”. Así de fuerte: la realidad es literaria. Y ahí reside su importancia: donde la mentira novelesca deviene realidad legible, comprensible, palabra sobre nuestra cotidianidad. Lo cual resulta interesante en el ámbito artístico, no así en la política pues, como afirma un personaje de Fuentes en su más reciente novela, “En México, en toda la América Latina, tomamos la retórica por realidad. Progreso, democracia, justicia. Nos basta pronunciarlas para creer que son ciertas. Por eso vamos de fracaso en fracaso.”

Desde luego, hablar aquí de toda su obra, distribuidas en series ligadas a diversos enfoques sobre tiempo, resulta difícil. Por ello, propongo la lectura –en dos momentos- de un par de novelas para rescatar la visión de Fuentes sobre este país inconcluso, desde la ciudad capital. Elijo, pues, La región más transparente (abril de 1958) y La voluntad y la fortuna (VF) publicada en agosto de 2008. Entre ambas, hay más que medio siglo de distancia. Hay más que un cambio de estética. Hay más que unos juegos olímpicos y dos mundiales de futbol. Entre el 1958 y el 2008 están los ineludibles 1968, 1988, 1994 y 2000, años que alguna huella debieron dejar en esta nación/narración.

Primer momento
Comienzo con una breve revisión histórica para que el contraste resulte de mayor utilidad. El inicio del siglo XX en México, para decirlo con un lugar común, representa un cambio de época y una época de cambios. La llamada Revolución es una transición violenta de un periodo con estructuras claras a otro distinto pero también claramente estructurado y que bien puede resumirse con las palabras que Fuentes pone en boca de Antigua Concepción, en La voluntad y la fortuna:

En 1910, Madero traicionó a don Porfirio que se creía presidente de por vida. En 1913, Huerta mandó matar a Madero, en 1919, Carranza mandó matar a Zapata. En 1920, Obregón mandó matar a Carranza. En 1928, Calles se hizo el distraído mientras asesinaban a Obregón.

Hasta que finalmente llegó la “paz social”, basada en el cambio de gobierno cuyo principio –otra vez las palabras de Volpi- era “la repartición equitativa y sexenal del poder entre un mismo grupo y sólo en ocasiones entre distintas generaciones de ese mismo grupo”. El mecanismo fue la revolución institucionalizada, de manera que siempre hubiera algo que prometer. Y esto se trasluce en el cinismo de Federico Robles:

-Pueden criticarnos mucho. Cienfuegos, y creer que el puñado de millonarios mexicanos –por lo menos la vieja guardia, que por entonces se formó- nos hemos hecho ricos con el sudor del pueblo. Pero cuando recuerda uno a México en aquellas épocas, se ven las cosas de manera distinta. Gavillas de bandoleros que no podían renunciar a la bola. Paralización de la vida económica del país. Generales con ejércitos privados. Desprecio de México en el extranjero. Falta de confianza en la industria. Inseguridad en el campo. Ausencia de instituciones. Y a nosotros nos tocaba, al mismo tiempo defender los postulados de la Revolución y hacerlos trabajar en beneficio del progreso y el orden del país. No es tarea fácil conciliar las dos cosas. (RT)

Fue en el sexenio de Manuel Ávila Camacho cuando, dada la estabilidad, surge un nuevo proyecto que apostaba a la industrialización como garante del desarrollo. El país cambia “a pasos agigantados”: la vida urbana se consolida. El campesino deja de esperar una buena cosecha y empieza a soñar con irse a la capital. Cincuenta años más tarde, el sueño será cruzar la frontera de cristal. A mitad del siglo XX se populariza la cultura con la aparición de la radio y los periódicos. Mientras que ahora todo es digital. Pero sigamos en 1950. México –dice José Joaquín Blanco- deja de ser un país de masas para convertirse en “un país de anuncios publicitarios donde el indio, el naco, el pachuco o el simple ciudadano, se traviste de burguesito adecentado y consumidor de productos eléctricos”. Este ambiente de modernización puede verse reflejado en el mosaico de personajes que integran el universo de La región más transparente, pero de una manera clara emerge cuando Robles –el político- se dirige a Manuel Zamacona:

-A ustedes los intelectuales les encanta hacerse bolas [...]. Aquí no hay más que una verdad: o hacemos un país próspero, o nos morimos de hambre. No hay que escoger sino entre la riqueza y la miseria. Y para llegar a la riqueza hay que apresurar la marcha hacia el capitalismo y someterlo todo a ese patrón. Política. Estilo de vida. Gastos. Modas. Legislación. Economía. Lo que usted diga. (RT)

Con la llegada de la «modernidad» el mexicano se desgarra entre el pasado inasible y la búsqueda de un nuevo lugar en la sociedad, donde se mezclan ahora los poderosos, los burgueses, los inteligentes, los extranjeros, los guardianes y los revolucionarios, con el pueblo. Es en ese contexto en el que la novela de Carlos Fuentes nos recuerda que “aquí nos tocó. En la región más transparente del aire”. En el ombligo de un mundo donde convergen muchos Méxicos o en un México donde cada ombligo es el centro de universos que se confunden. Un lugar donde no hay tragedia, un país que siempre ”anda a la caza de un redentor”. El que hoy cumple ochenta, entonces era un joven de treinta años, que osaba atreverse.

Por otra parte, en el ámbito literario, hay que situar la novela en una búsqueda de alternativas para la expresión, toda vez que el realismo luce agotado. Las vanguardias influyen, desde luego, en La región más transparente que ha llegado a ser considerada como un ejercicio cubista, pues comparte con la pintura de Matisse y Picasso “la intención de someter la realidad a una descomposición analítica, tendiente a revelar su estructura más que sus apariencias” (Eugenio Núñez). La incorporación de técnicas cubistas en el campo de la narrativa fue implementada por la llamada “Generación Perdida” norteamericana, con Scott Fitzgerald y Jonh Dos Passos a la cabeza. Pero también Joyce y Faulkner echaron mano de estos recursos, a saber: el encabalgamiento de sus monólogos, la ruptura sintáctica y el simultaneísmo.

La novela de Fuentes es un collage –o colaje, para decirlo en español- que presenta una visión panorámica de las clases sociales de México, encabalgando y contraponiendo las historias de varias familias dentro de sus respectivos mundos o ambientes. Es, se dice en Los escritos de Carlos Fuentes de Raymond Leslie Williams, "la primera crítica de Fuentes al proyecto nacional de industrialización y modernización de México que había venido desarrollándose en el país desde el decenio de 1940” (53).

Los personajes, de suyo diferentes, participan e interactúan. Pero ¿cuál es el protagonista? A pesar de la peculiaridad de Ixta Cienfuegos, la multiplicidad de voces apunta hacia lo que Bajtin considera una novela polifónica, en tanto los discursos no concluyen en un mismo punto. No hay acuerdo. Sin embargo, hay que considerar que la ciudad, en la medida que subsume las voces que contiene, deja de ser un escenario y se instaura como personaje. Ixta Cienfuegos, es una figura ambigua, que dicho en palabras Joseph Sommers: “no es solamente la encarnación de la metrópoli monstruosa, con todo su dinamismo, su sufrimiento y su viciosa humanidad. También encarna los valores y Mitos del México indio, particularmente el extemporáneo sentido de traición y la compulsión para restablecer los vínculos con el pasado por medio del sacrificio”. Así, Ixta es el rostro humano de la ciudad.

Fuentes incluye en medio de la narración algunas viñetas o descripciones de la nueva ciudad. Los pasos de los personajes nos hacen recorrer el Distrito Federal, de la fortaleza roja de las Vizcaínas al témpano de cemento y baratijas de San Juan de Letrán [...], de Meave al Barba Azul a la Bandida [...] al museo de cortinas de hierro que a esa hora es Madero, museo roto por la espera profunda y olorosa a claveles en San Francisco, por el olvido enhiesto del Palacio de Iturbide (...) Sanborn’s, High Life, Maria Pavignani, Pastelandia, Merican Book, cine Rex, Mazal, Kodak, RCA, Calpini...

La novela sigue un ritmo desigual: se alternan escenas largas y prolijas que abundan en detalles con capítulos rápidos, breves, escuetos, de dos o tres páginas. Lo que parece claro es que la fragmentación de la obra, gracias al alarde de recursos literarios vanguardistas, le permite a Fuentes –ya desde entonces- jugar con el tiempo: juntar a vivos y muertos, personajes reales y ficticios, presentar acciones simultáneas o hablar del presente pero recuperando el pasado, así como establecer comparaciones y contrastes. Pero si el uso de recursos narrativos, incluido el pastiche, es sorprendente, no es menos el manejo del lenguaje que va de lo coloquial (rayando en lo grotesco) a lo poético (construyendo metáforas exquisitas) Se léxico es abundante y el tono irónico. Aunque en México no hay tragedia, lo sabemos, el drama no desaparece. La noche se hace espesa y seguimos soñando.

Segundo momento
Ahora bien, 1950 puede considerarse, sin dejar de ser una fecha arbitraria, la frontera que separa al México tradicional, rural y revolucionario, del proyecto de un México moderno, industrializado, urbano y esnobista. El fracaso de este proyecto ya no resulta tan lejano, de hecho, vivimos hoy los efectos de ese sueño irrealizado: No es difícil identificar los sucesos que han desenmascarado la falacia del progreso infinito con recursos limitados, las empresas que darían empleos y terminaron contaminando el ambiente, o la democracia promovida desde el poder: en el año de la paz murieron estudiantes en Tlatelolco, reprimir y coptar no fue suficiente para mantener indemne al sistema político, el descontento se manifestó en las urnas a pesar de la generosidad de papá gobierno, las instituciones perdieron credibilidad, comenzó a sospecharse la intervención del gobierno en asuntos electorales, un candidato progresista del partido oficial fue asesinado en campaña, el peso, a pesar de ser defendido perrunamente, se devaluó y se sigue devaluando, surgieron movimientos armados de reivindicación, llegó a la presidencia un partido de oposición…

Si en La región más transparente, el enriquecimiento se veía como una utopía posible, como parte de la dinámica social: “los nuevos ricos de hoy serán la aristocracia de mañana, como la aristocracia de hoy fueron los nuevos ricos de ayer.” En La voluntad y la fortuna, queda claro que la riqueza se acumula en las manos de unos cuantos. Y como ejemplo, en el ámbito de la telefonía y las comunicaciones está Max Montoy, “un ser de otra estirpe”, frente a quien “los millonarios de antes son unos pordioseros”. (VF) Los logros económicos, el bienestar social, la celebrada democracia, se tornan increíbles para la mayoría de la gente, como explica Jericó a Josué: en

un país de más de cien millones de habitantes que no puede darle trabajo, comida o educación a la mitad de la población, un país que no sabe emplear a los millones de obreros que necesita para construir carreteras, presas, escuelas, viviendas, hospitales, para preservar los bosques, enriquecer los campos, levantar las fábricas, un país donde el hambre, la ignorancia y el desempleo conducen al crimen y una criminalidad que lo invade todo, el policía es criminal, el orden se desintegra [...], el político es corrupto, hace agua la trajinera, vivimos en un Xochimilco sin María Candelaria o Lorenzo Rafael o puerquitos que nos salven.

La ciudad, el personaje de La región más transparente, se nos muestra en La voluntad y la fortuna cambiada, rota, divida. Crece, aumentan sus conflictos. Se multiplica como las bacterias, por partenogénesis, sólo que “la ciudad privilegiada se aislaba como un perla en la ostra (la costra) urbana.” (VF) En contraparte, la otra ciudad, periférica, marginada, resulta fea, aunque trata de arreglarse con espectaculares:

El anuncio comercial era el único adorno del periférico. Un mundo de satisfactores, si no a la mano, sí a la vista del consumidor. Una sucesión de imágenes del deseo, porque ninguna de ellas correspondía ni a la realidad física, ni a la posibilidad económica, ni siquiera al maquillaje síquico de los capitalinos”. (VF)

La capital, metáfora del país, ahora predominantemente urbana, intenta destruirse a sí misma sin lograr aniquilarse:

Cambia mucho pero no muere nunca. Su fundación es peculiar: una laguna (que ya se secó), una roca (que se convirtió en barro residencial), un nopal (que sirve para cocinar papeados y rellenos), un águila (especie en extinción) y una serpiente (lo único que sobrevive). (VF)

El mundo, antes transformado por “ideologías” o principios, hoy es transformado por el deseo. En La voluntad y la fortuna el número de personajes –cuyas voces van de la reflexión filosófica a la sociológica- disminuye. El conflicto se concentra en la relación entre el poder económico y el poder político. El crimen infiltrado. No pueden faltar, como en toda buena novela, las historias de amor/desamor y los rostros de la ciudad, en donde, claro, hay que darle un espacio a los emos, cuya presencia en la novela permite otro contraste: la juventud de los cincuenta podía ser frívola, ignorante, superficial, pero algo tenía que decir sobre México. Ahora, los de negro sustituyen bajo su fleco un sufrimiento con otro sufrimiento y se consuelan con el mamaseo. Pero, ¿cuál será su palabra sobre México? En el fondo, para Fuentes, el país sigue siendo “una masa de chingados y encima nosotros una minoría de chingones” (VF), donde “Nada es más admirado que [...] el gran chigón” (RT). Habitamos un lugar donde la gente “se engaña a si misma”. (VF) México parece, a fuerza de decepciones, resignado a que todo salga mal. “Por algo celebramos a los derrotados y detestamos a los victoriosos”, dice Josué Nadal en La voluntad y la fortuna, emulando al intelectual Manuel Zamacona de La región más transparente: “No ha habido un héroe con éxito en México. Para ser héroes, han debido perecer: Cuahtémoc, Hidalgo, Madero, Zapata. El héroe que triunfa no es aceptado como tal: Cortés”. Por eso, si como señala Raymond L. Williams, en La región más transparente, los “personajes y una nación [están] colocados en la situación de escoger entre diversas opciones de importancia histórica”, podemos sugerir que en La voluntad y la fortuna, los personajes han de construir su destino, que “no es la fatalidad. Es sólo la voluntad disfrazada. Es el deseo final” que se mezcla con la suerte o el azar, y que es posible mientras no contradiga al poder.

Estéticamente, La voluntad y la fortuna se aleja del vanguardismo experimental y puede catalogarse sin problema como narrativa del posboom, para utilizar el término de Donald L. Shaw. Es un relato mucho más espontáneo, con sabor a cotidianidad, que da paso a la fantasía –no cualquier cabeza cercenada puede narrar durante 560 páginas-, se construye sin mayores pretensiones y está dispuesto a captar sólo fragmentos de la realidad, Aunque también puede etiquetarse como literatura posmoderna, en la lógica de Raymond Leslie Williams. Hay lugar para la paradoja y la contradicción. No intenta una visión totalizante. Es profundamente histórico y político, pero proyectado en un mundo de ficción donde es posible hablar con muertos y profetas bíblicos, e incluso ponerse un tanto apocalíptico.

Coda
Para concluir diré que hasta aquí, sólo me he permitido sugerir como homenaje la lectura de dos novelas de Carlos Fuentes, cuyo contraste nos permite, además de disfrutar su literatura, apreciar dos modelos estéticos, y entendernos como parte de México, esta nación/narración, de un pueblo donde todas las historias confluyen porque todos los tiempos son unos, como dice en En esto creo:

Pueblo de todas las historias, México sólo reclama con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte, que todo suceda , de una santa vez, hoy, ya, ese ya que es a la vez suspiro, exclamación, lápida y convocación: ya me vine. Ya estuvo suave. Ya se murió. Ya nos juntamos.

Y ahora sí. Ya terminé.


* Este texto fue leído el 11 de noviembre de 2008 en el aula Germán List Arzubide del Colegio de Linguísitca y Literatura Hispánica de la BUAP, en un Homenaje a Carlos Fuentes organizado por la Dirección de Literatura de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Estado de Puebla y la Facultad de Filosofía y Letras de la universidad.

domingo, 9 de noviembre de 2008

La nostalgia del mítico jardín

Si bien, los conceptos de Oriente y Occidente son construcciones teóricas cuestionables que simplifican en extremo la pluralidad y la complejidad cultural, no por ello dejan de ser útiles y reveladores de un conflicto de intereses y discursos dominantes que siguen lógicas distintas y apuntan en sentidos diferentes. El debate sobre la relación de ambos proyectos de civilización nos concierne. Nos reclama, si no una posición, al menos una palabra. Y en ese sentido, El jardín devastado de Jorge Volpi (México: Alfaguara, 2008) es una muestra de que el tema puede abordarse con lucidez, de forma narrativa, literaria, estética:

A sus seguidores el Profeta –la paz sea con él- les prometió un jardín donde gozar los eternos placeres de la carne.
El paraíso de los cristianos es, en contraste, puro y anodino: luz y perpetuo celibato.


No se trata pues de un estudio sobre el problema (aunque subyace el análisis serio de la cuestión). Es más bien la confluencia de tres historias importantes –la del narrador, la de Ana y la de Laila- cuyos fragmentos –acaso, fractales- se mezclan de tal forma que el lector advierte de inmediato y con facilidad los contrastes al mismo tiempo que puede delinear las principales características de cada proyecto. Esto es planteado, desde luego, con una buena dosis de ironía: “La alabanza al Clemente, al Misericordioso, que creó la guerra, la desolación y la locura.”

En Oriente, suceden los días de Laila, hija de un doctor, de nombre Karim. Desde niña tuvo buen oído y se le apoyo para que tocara la Flauta, sin embargo, “creció en la zozobra [...], con la certeza de que la calma era un cristal que siempre terminaba por quebrarse”. Cuando se casó, su corazón “se sintió apaciguado” y tuvo a su hija Fariza. La estabilidad, duró poco.


En Occidente, trascurre la vida de Ana, hija de Esther Reyes y Joaquín Sandoval, “un marxista resignado a ser pragmático”. Estuvo casada con un amigo del narrador pero antes de cumplir los tres meses “ya se habían separado”.


El narrador, aunque occidental, trata de colocarse en el centro (ya como simple perspectiva, ya como alternativa al conflicto). Geográficamente se mueve entre las ciudades norteamericanas de Atlanta y Harvard, por un lado, y por el otro, la capital de su patria, “amasijo de hienas y fantasmas”, donde se cometió, hace tiempo “un fraude sarnoso, descarado”. Lo que le confiere cierta neutralidad es que creció en una “burbuja” y sigue observando el mundo desde ella. Admira, por ejemplo “el trayecto del segundo avión y el inverosímil desplome del vidrio y el concreto” -en aquel imborrable septiembre- sin “alegría ni tristeza”.


Ana y Laila sufren mientras el narrador, desde un ambiente académico, intenta escribir sobre la humanidad, esa “pesadilla de verse tantas veces repetido” que conduce al odio para con lo humano. A Ana, pese a la vida cómoda, le duelen sus frustraciones e intenta suicidarse sin éxito en una tierra de políticos mediocres y pérfidos. Laila, en cambio, aferrada a la vida padece la violencia del Halcón, del cowboy y sus mercenarios, contra el Abominable. Camina descalza hacia Bagdad con la existencia doblemente amenazada, por la guerra y por la sentencia de un Djinn que había sido enterrado por los peshmergas tres días antes y que ella desenterró en Mosul. Bajo tierra, el genio arabesco decidió matar a quien lo rescatase, pero conmovido por las lágrimas de la mujer que buscaba a sus hermanos, movilizados por la guerra, como en los cuentos y algunos chistes, le concede tres deseos, pero con la advertencia: “ al final no he de faltar a mi palabra”.

Diversos momentos de estas tres historias, entretejidas con acertadas reflexiones van estableciendo una serie de identificaciones que al final pueden servir como un mapa inicial para adentrarse en las implicaciones del encuentro/choque de dos civilizaciones, cuyos mitos fundantes se originaron en la misma zona geográfica pero han tomado rumbos que se antojan irreconciliables. Aquí van algunas:

Laila/Oriente/ Islamismo
Búsqueda y aproximación/Movimiento hacia el otro
Mito y fatalidad

Ana/Occidente/Cristianismo
Huída y distanciamiento/Movimiento desde el otro
Racionalidad y desencanto

Narrador/Centro/Ateísmo
Regreso e inmovilidad/Desinterés por el otro
Irracionalidad y odio



Acerca del estilo de Volpi, podemos decir que en este libro, las oraciones son cortas. Los párrafos, breves. La claridad, deslumbrante. A veces da la impresión de que se está revisando un cuaderno de notas, de postales (dirían los poetas), con lo cual se acelera el proceso de lectura sin sacrificar la tensión narrativa. El placer de la lectura, habrá que decirlo, se incrementa con el diseño editorial de esta primera edición, elegante desde sus pastas duras.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Revuelo sobre el mar de la poesía

Hay un acuerdo más o menos implícito (si no queremos llamarle conciencia) de que frente el poema se impone el silencio. Que tratar de explicarlo, parafrasearlo, contextualizarlo o cualquier otro intento de mostrar el sentido que entraña, resulta insuficiente. Y sin embargo, a veces dan ganas de analizar los textos poéticos a la Beristáin, con esquemas métrico-rítmicos, recuento de nexos o adjetivos, amén de interpretaciones magníficas y novedosas de las obsesiones del autor y sus influencias; o bien, se antoja verificar que además de las figuras retóricas, el texto cumpla con las condiciones ineludibles de las que habla Silvia Adela Kohan en su Cómo se escribe poesía: composición, ritmo, discurso, economía de lenguaje y tensión creativa, dominio del espacio y trabajo de la palabra. O elucubrar con las imágenes que evoca, convoca y provoca la musicalidad del verso. En otras ocasiones basta con leer o escuchar y concluir con un simple me gusta, o cualquier otra valoración subjetiva en la muy personal escala que va del chafa hasta el chido. En este ánimo, he leído con placer el Pleamar en vuelo de Rubén Márquez (México: Alforja, 2008), un poemario de sobra grato, cuyos rumores dicen de la sacralidad de lo inmediato y lo profano, porque a fin de cuentas los extremos se tocan en algún punto del viaje…

Rubén Márquez es un poeta que apela a los sentidos, al gusto que toca, a la mirada que se pierde en un remolino de colores, sonidos y aromas. Los lleva al extremo, pues sabe que sólo en el cuerpo la palabra -el verbo- puede alcanzar su dimensión cósmica.

me encuentro frente a ti
y giran las palabras

dice en alguna parte,

Y somos dos astros fragmentados
dos trozos perdidos sin perderse
dos palabras disueltas.

en otra,

Copulando
En el corazón del átomo
Somos lusol y luzaurora
Vediazulenando en el centro del espacio

El sujeto lírico viaja por la sensualidad, capturando postales de sentimientos/sensaciones, llevado siempre por el oleaje del deseo. Pleamar en vuelo erotiza el universo, con voces que pasa por el beso, a veces discreto, en ocasiones descarado e impúdico. Besos que traen a la mente una lejana antropofagia. Gritos del deseo extremo de poseer la alteridad, incorporar la carne ajena al propio misterio, deglutirla, ser lo mismo sin dejar de ser distintos (porque si no, qué sentido tendría).

Y los besos se escurren
por tu cuerpo
y sus galaxias
*
Y mis labios se posan en la leve sombra
de un vuelo de luciérnagas

E insiste el poeta: “Muerdo el olor de tu sexo”, “Nuestro beso revienta el viento en llamas”, “devoro los labios lentamente sin tocarlos”, “Un beso violento volteando los planetas”. Mientras sigue “La música musitando musas” a través de recurrencias de sonidos, de esas que cuando suenan chido se llaman aliteraciones, y cuando tienden a lo chafa se les clasifica como cacofonías:

un sonido lambo lumbo
como la palabra limbo
Y el catálogo de ecos dispersos en los poemas se alarga: “tu figura femenina”, “un grito grisilento de corales”, “mi lengua de ola / navegará salada por tus sales”, “un llanto en amarillo”, “una luz ausente de las partículas”, “revienta la vela del relámpago”, “mi merluza marina”, “una sílaba saliendo de la boca”. Pero no se trata de un simple juego fonético/fonológico. Hay más que rima interna y metonimia. Es co-incidencia, no en el sentido de casualidad, sino de correspondencia, como puede verse/oírse en los siguientes versos tomados al azar, de poemas distintos:

y alucina calcinando

la verdad del verde

Andan/nadan

Así, el poemario deviene re-velación de verdades tan evidentes que deslumbran, aseveraciones que parecen absurdas porque nos muestran la paradoja contemporánea, porque nos devuelven la responsabilidad de ponerle nombre a todo lo que hay en el paraíso (que por alguna razón ya no nos pertenece), porque de tan simples se tornan complicadas, porque algo suena después de darle vueltas.

Hay un sitio azul dentro del azul
o
y en medio de todo
hay un sol prendido de la noche
y
En medio de tu cuerpo
Un caracol inventa la poesía.

Rubén Márquez se nos presenta en su primer libro como uno de esos poetas que no le temen a la repetición (de sus maestros, de sí mismo, de los sonidos), es de esos poetas que se atreven a contar historias (así como era en el principio), al balbuceo (anterior a toda palabra), de los que parodian y reciclan, reclaman (porque el lenguaje es de todos y ningún verso le pertenece a quien lo escribe… lo que se publica se hace público).

En este intento de tenerte
leo a Neruda y a Oliverio
comparto orgasmos
abordo barcos
y la espuma

En fin, es un poeta que escribe lo que le exige la palabra. El canto XXVIII -concierto de líquidas y nasales- está escrito con 44 palabras, 17 de ellas son luna con adjetivos que la muestran poliédrica en vez de esférica; a fin de cuentas, 36 eles (l). ¿Muchas? No, si consideramos que antes de que acabe el poemario queda espacio para libélulas salvajes, una líquida lunábida, largos alaridos, lenguajes de tu lengua, la orilla del abismo, la luz del aire danzando en la marea. No, si pensamos que exigencia ineludible del poeta es decir algo con las palabras precisas, las necesarias, ni una más ni una menos. No, si el lector afortunadamente está a salvo de la perniciosa elefobia o miedo a las eles. No, si nos damos cuenta de que,

A la deriva
siempre a la deriva
divisamos la poesía.

jueves, 30 de octubre de 2008

Un marginal metropolitano con aspiraciones

Hacía mucho tiempo que un libro no me conmovía tanto. Hay textos que deslumbran por la claridad de los pensamientos expresados o que sorprenden por el ingenio con que el autor trabaja las palabras; otros son densos y pesados pero al final vale la pena la lectura disciplinada por el hallazgo de alguna perla entre página y página. Pero el Firmin: Adventures of a Metropolitan Lowlife de Sam Savage (Seix Barral, 2008) apeló a mis emociones desde que comencé a hojear el libro. Ello, de ninguna manera implicó el sacrificio de las ideas; al contrario, se nota en la lucidez que es filósofo y buen lector, el creador de esta simpática rata.

Firmin cuenta sus experiencias dentro y fuera de la librería Pembroke, de la plaza Scollay, de Boston, sitio en el que Flo, su madre alcohólica, lo parió junto a una docena de roedores: Sweety, Chuchi, Luweena, Freenie, Mutt, Peewee, Shunt, Pudding, Elvis, Elvina, Humphrey, Honeychild. El drama comienza con trece hijos y solamente doce tetas. Pero el narrador-protagonista se apura a revelarnos que el verdadero conflicto está en la forma quijotesca de habitar el mundo: “La verdad es que nunca he estado bien de la cabeza –dice-. Lo que pasa es que yo no ataco molinos de viento. Hago algo peor: sueño con atacar molinos de viento, estoy deseando atacar molinos de viento y a veces imagino que he atacado molinos de viento.”

Este “personaje inolvidable” -como lo ha llamado Rosa Montero- es el resultado, estético, de llevar al extremo la literalidad de aquellas locuciones populares: eres una rata de biblioteca, devoras libros, tu pasión por la lectura no conoce límites. El nido de Flo había sido fabricado a partir de hojas de libros, que nuestra ratita, un tanto por hambre, un tanto por gusto, se fue comiendo. Y no le bastó tragarse el papel del lecho en que nació, siguió con otros libros hasta provocarse un “desorden obsesivo-compulsivo”, que él mismo califica, en virtud de su intensidad, como amor, “incipiente quizá, pervertido incluso, sin duda no correspondido, pero, así y todo, amor”, un desorden alimenticio que al principio no le permitía saber si se estaba comiendo a Faulkner o a Flaubert, pero que gradualmente se fue educando: “ Me di cuenta, al principio, de que cada libro poseía un sabor distinto –dulce, amargo, agrio, agridulce, rancio, salado, ácido-, y según fue pasando el tiempo y mis sentidos ganaban en agudeza, llegué a captar el sabor de cada página, de cada frase y, finalmente, de cada palabra: todas traían consigo una ordenación de imágenes, representaciones mentales de cosas que yo desconocía por completo, dada mi limitada experiencia del llamado mundo real”. Y así, la lista de títulos y nombres que fueron literal o metafóricamente digeridos en el relato provocan una complicidad inevitable en la medida en que el lector recuerda las obras o aspectos biográficos de los escritores.

Cuando la camada de ratones creció, el 26 de noviembre de 1960 Flo los llevó a conocer el mundo, el territorio del “cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda “, el exterior “pensado para infligirnos un daño mortal, siempre”; sin embargo, y pese a la violencia, el suceso cambió el sentido de la vida de Firmin por otro motivo: descubrió en las paredes del cine Rialto sendos carteles con “dos criaturas casi desnudas y angelicales”. Desde entonces se convirtió en asiduo asistente a las funciones de media noche. La madre y los hermanos dejaron la librería. Él, en cambio, comenzó a explorar todos sus rincones, descubrió lugares cómodos para la lectura, rendijas para espiar al librero, túneles para recorrer la construcción. Fue gracias a la lectura que adquirió el sentido de la catástrofe, descubrió la relación “entre el sabor y la calidad literaria del libro”, cultivó “la delicadeza y la exquisitez” de los sentimientos y se dispuso a superar las incapacidades: a comunicarse con los humanos, en especial con Norman, el propietario de la librería, por quien sentía un “amor no correspondible” y a quien empezó a llevarle regalitos, con el fin de animarlo ante la inminente renovación de la plaza (que incluía el derrumbe del edificio en que estaba la librería). Sin embargo, “los grandes amores se transforman en grandes odios” y el noble sentimiento cambió en un instante: “Ahora [Norman] miraba directamente al techo y durante un buen rato su mirada, negra y sombría, se topó frente a la mía, negra y resplandeciente. Terror e identificación. Luego eché rápidamente la cabeza hacia atrás y me retiré a la oscuridad de entre las vigas, donde permanecía acurrucado, en un tumulto de miedo y delicia. ¡Me ha visto! ¿Qué haría a continuación?” La respuesta fue casi inmediata. Muy pronto Firmin halló unos “gránulos cilíndricos, color verde fluorescente” de olor agradable. “Eran una rara delicia –recuerda-, sabían a una mezcla de queso Velveeta, asfalto caliente y Proust.” El detalle lo lleva a pensar que sí: “era amor, a fin de cuentas.” De este modo, sintiéndose correspondido, “empezó uno de los momentos más felices y más breves de mi vida”, escribe; tan feliz y tan breve como el tiempo que tarda en llegar el desengaño que destruye las ilusiones pero ayuda a salvar la vida.

Decepcionado por Norman y consciente de que “cuando se es pequeñito, no basta con ser un genio”, Firmin sale a la calle dispuesto a comunicarse con otros humanos, usando una frase que había aprendido en un libro de lenguaje para sordomudos. A plena luz del día se coloca frente a una muchacha y con sus garras intenta decirle: “adiós cremallera”. Sobra decir que el contacto no fue afortunado. Se escuchan gritos, la rata corre y finalmente recibe un golpe que provoca en el lector, aunque no sea ecologista, ira e indignación: “No sentía dolor alguno –dice-, pero sabía que iba arrastrando algo muy pesado. Volví la cabeza y vi que tenía la pierna izquierda doblada hacia afuera. No se movía al correr, la llevaba a rastras como un saco.” La vida de Firmin es salvada esta ocasión por el escritor Jerry Magoon, “un individuo de corta estatura, rechoncho, con la cabeza muy grande” que “siempre llevaba el mismo traje azul arrugado” y en cuyas tarjetas de presentación podía leerse “El hombre más listo del mundo. Extraordinario Artista Extraterrestre”, que vivía en el mismo edificio de la librería, a la que llegaba de cuando en cuando y en cuyo interior Firmin había leído El nido, novela escrita por Magoon, donde se relata que los habitantes de Axi 12 llevaban mucho tiempo monitoreando nuestro planeta y deseaban establecer contacto, pero como tenían forma de babosas, decidieron acercarse a la especie dominante de la Tierra, suplantando a las crías terrícolas, para comprender mejor su cultura. Los “axianos protoplásmicamente trasformados” fueron implantados, sólo que por equivocación consideraron que la Rata noruega era la especie dominante y la información recibida en Axi fue la variedad de formas en que la violencia de una especie “despiadada” hacia las ratas. En consecuencia, los de Axi 12 invadieron el planeta para exterminar a los humanos.

En el departamento de Jerry pasaron muchos buenos momentos, bebiendo y charlando. Firmin leía los libros del escritor, a quien esto le causaba gracia. Magoon pensaba mudarse a san Francisco con su nuevo amigo, a quien cariñosamente llamaba Ernie, como apunta el narrador hacia el final: “La vida de las ratas es corta y está llena de dolor; llena de dolor, pero se acaba pronto; y sin embargo se nos antoja larga mientras dura”. El libro de Sam Savage está traducido al español por Ramón Buenaventura y las ilustraciones son de Fernando Krahn.

jueves, 23 de octubre de 2008

La fugacidad es nuestro destino, la libertad, nuestra ambición

“Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado”, dice el abogado Sanginés, asesor de políticos y empresarios, al narrador de La voluntad y la fortuna (México, Alfaguara, 2008). Y continúa con una oración que resume perfectamente el contexto social del universo narrativo en la más reciente novela de Carlos Fuentes: “El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia.” Esta conclusión incendiaria, de un personaje ficticio que creció en una “sociedad [que] era protegida por la corrupción oficial” y que gracias al Cambio se transformó en una sociedad cuya protección está en manos de “los criminales”, sería alarmante si apareciera o apareciese en algún artículo firmado por respetable sociólogo o insigne politóloga, o peor aún si fuera pronunciada por el encorbatado conductor de cierto noticiero nocturno, sin embargo se encuentra perdida entre las 560 páginas de un libro etiquetado como “literatura mexicana” que, huelga decir, pocos comprarán y menos leerán. Después de todo, cualquier parecido con la realidad, lo sabemos, bla, bla, bla.

La voluntad y la fortuna, en fin, es el relato autobiográfico -un tanto íntimo, un poco irónico, sentidamente apocalíptico- que nos comparte “la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México”, perteneciente en vida a Josué Nadal, cuyo apellido real será revelado hacia el final de la novela, y cuya historia, llena de coincidencias y cabos que se van atando a lo largo de tres partes, enmarcadas por un preludio y un epílogo. A los 16 años, el narrador conoce a Jericó (sin apellido), un año mayor que él, con quien traba una gran amistad; juntos proyectan un plan de vida, evitando “la vulgaridad, la estupidez y el enmascaramiento de la pobreza mental mediante la gracejada mortal”. Su curiosidad intelectual es incentivada por el clérigo Filopáter, un filósofo pequeño y ágil, que los llama afectuosamente Cástor y Pólux, y que por sus ideas -reflejo de Baruch Spinoza- terminará de escribano, marginado de su congregación, en la Plaza de Santo Domingo. Los adolescentes comparten lecturas (de San Agustín a Nietzsche), discusiones de café e incluso aventuras en burdeles, siendo una de las más recordadas la de la puta de la abeja tatuada en la nalga, que por caprichos del destino terminará siendo la segunda esposa de Nazario, padre de Errol Esparza –compañero de Josué y Jericó en el colegio de los Presbíteros Católicos-, y se verá implicada en una serie de delitos. Comparten, además, la ausencia de la imagen de una familia, en el sentido tradicional.

Desde luego, y fiel a su costumbre, Carlos Fuentes va amalgamando la historia narrada con su (re)visión literaria de la capital del “país de la traición”, poniendo a buen recaudo algunos detalles del pasado: “En 1910, Madero traicionó a don Porfirio que se creía presidente de por vida. En 1913, Huerta mandó matar a Madero, en 1919, Carranza mandó matar a Zapata. En 1920, Obregón mandó matar a Carranza. En 1928, Calles se hizo el distraído mientras asesinaban a Obregón. Sólo mi general Lázaro Cárdenas acabó con las matanzas”, dice Concepción Antigua, ya muerta. Se acabaron las matanzas, sí, pero comenzaron “los ajusticiados”. En este sentido, la lectura de este texto se disfruta más teniendo en en cuenta La región más transparente (1958), con lo cual se advierte el contraste entre la ciudad de los palacios convertida medio siglo después en la ciudad de los dolores (y los olores), transitando de la polifonía entusiasta de la modernización al silencio apocalíptico del desencanto. Hasta las voces en la calle de Berlín, mencionada en ambas novelas, suenan diferente, lo cual no es extraño, pues la de México es “una ciudad que se empeña en destruirse a sí misma y no lo logra. Cambia mucho, pero no muere nunca. Su fundación es peculiar: una laguna (que ya se secó), una roca (que se convirtió en barrio residencial), un nopal (que sirve para cocinar capeados y rellenos), un águila (especie en extinción) y una serpiente (lo único que sobrevive).”

Llegado el momento de ingresar a la universidad, Josué y Jericó se separan; éste para ir a Europa, aquél, para estudiar Derecho, gracias a lo cual conoce al abogado Sanginés, quien, además de su profesor y director de tesis, le permite –gracias a sus influencias- el acceso al mundo subterráneo de la prisión de Aragón, en donde permanece recluido –por voluntad propia- Miguel Aparecido, personaje enigmático, contradictorio, y más cercano a Josué de lo que el narrador se imagina durante los primeros encuentros. La etapa de formación concluye con el reencuentro de Cástor y Pólux, a quienes convoca a una reunión el abogado, para sorpresa de Josué. Sorpresa que aumenta cuando le indica a Jericó (que había decidido a qué dedicar el resto de su vida, porque “cuando no sirves de barrendero o de compositor, cuando no puedes escribir un libro o dirigir una película o abrir una puerta o vender unos calcetines, pues te dedicas a la política”) que debe presentarse en el despacho oficial del presidente, don Valentín Pedro Carrera, un cincuentón capaz de hablar “de la novelista Doña Sara Mago o de la filósofa árabe Rabina Tagora”, y que está convencido de que no sólo de pan vive el hombre, “sino de festejos e ilusiones”. Por su parte, Josué deberá incorporarse a trabajar en las oficinas del empresario Max Monroy, uno de los hombres más influyentes del país, cuya fortuna económica se incrementó gracias a la inversión en el ámbito de las telecomunicaciones pues “ofreció en un solo paquete teléfono, computadora, vodafonía, O2”. Para el gobernante, estaba claro que “Este país ha vivido siempre en la miseria. Desde siempre, una masa de chingados y encima nosotros una minoría de chingones. Y créeme [...] si queremos que siga todo así, hay que hacerles creer a los jodidos que aunque estén jodidos son más felices que tú y yo”. Mientras que el empresario estaba convencido de que “[...] la vida no es asuntos de partidos o de cronología. Es cuestión de saber qué fuerzas actúan en un momento dado. Buenas o malas. Saber cómo resistirlas, aceptarlas, encausarlas” y que, además, “El mundo global es un mundo tecnoinformativo y el que no se sube a tiempo al tren, va a tener que caminar descalzo y llegar tarde al destino”.

En este entramado de fuerzas –los intereses y la tensión entre un emperador desnudo (a quien “vestimos nosotros. Y luego, cuando le reclamamos que nos la devuelva, el monarca se enoja: la ropa es suya”) y un mercader que comprende que el cambio en México es el paso “de la burguesía dependiente del Estado al Estado dependiente de la burguesía"- es donde Jericó y Josué enfrentan, acaso como metáfora de los mexicanos de carne y hueso, su destino, como llamamos a esa “voluntad disfrazada”. El Génesis nos recuerda que Josué, sucesor de Moisés cruzó el río Jordán para llegar a Jericó, la ciudad amurallada. Aquí ocurre el movimiento contrario: Josué y Jericó son separados por una mujer: Asunta Jordán. El desencuentro será definitivo: Cástor y Pólux terminarán mirándose con los ojos de Caín y Abel. Jericó, arrastrado por la certeza de que “No se construye un país sin acciones implacables". Josué, constatando que “deseamos lo que no tenemos y que al obtenerlo, sólo para nosotros, deseamos dominar lo que tenemos, privarlo de su propia libertad y someterlo a las leyes de nuestra propia ambición”. Desde luego, no hay que olvidar que: “México es un país donde todo sale mal. Por algo celebramos a los derrotados y detestamos a los victoriosos”.

jueves, 16 de octubre de 2008

La absurda brillantez de lo que se ha extraviado

He descendido hasta aquí porque mi vida es vacía.
Raúl Zurita, Las ciudades de Agua.
Decidir si la poesía de Moisés Ramos Rodríguez es apocalíptica o postapocalíptica, depende de los ojos con que el lector se aproxime al poema, o se aprojime al poeta, si se nos permite el cambio de grafía para enfatizar los efectos poéticos e inmediatos de Olvido es nuestro nombre. De lo que no hay duda es de la posibilidad –y casi necesidad- de inscribir esta obra en la tradición que va desde los profetas radicales –como Ezequiel, Daniel y Zacarías- que criticaron los abusos e injusticias del sistema político-económico del lejano Israel, hasta los no tan distantes vanguardistas e irreverentes Huidobro y Lugones, pasando desde luego por el poema canónico de Juan de Patmos y los apócrifos de Henoc, Isaías y otros heterodoxos marginales en cuyas letras sigue latiendo el reclamo incesante hacia quienes se arrogaron lo que a todos pertenecía y lo pervirtieron obnubilados por el poder, o como diría Moisés, no el bíblico, sino nuestro autor, en el canto II:

(Aquellos que) a dentelladas arrancaron la mano del poeta
Los mismos que aplicaron ácido a los ojos del pintor
Temiendo en él al retratista de la alma verdadera.

Y luego:

Son quienes alimentan al siglo aún recién nacido con vómito y estiércol,
Con frutos de magma y la ceniza.
Los que oyeron batir las alas de los ángeles
Los derribaron,
Lo arrojaron sobre esta
Su casa nueva
Una vieja sábana de esterilidad sin calma.
Leo y releo estos versos y me pregunto si señalan a los ilustrados del siglo XVIII o a los idólatras de las ciencias exactas; a los dictadores que han arrebatado con las letras para negarle al pueblo una auténtica democracia; a los tecnócratas, a los docentes que no supieron orientar a generaciones enteras hacia los deleites de la naturaleza mientras se degradaba la tierra, o si constituye una diatriba contra los falsos profetas de la cultura, los funcionarios ineptos que cobran en la nómina de los gobiernos como promotores pero no son sino bestias de dimensiones bíblicas y apellidos cercanos, familiares.

Los palimpsestos o referencias formales hacia las obras de cariz apocalíptico saltan –como se dice- a la vista y al oído. Sonidos de trompeta. Cánticos. Danzas. El Mar muerto, la inamovible Jericó, el Gólgota, nos remiten a la narración de destrucciones anteriores a todo tiempo histórico aunque, lo sabemos, no son ya los mismos paisajes desolados, ni el mismo sentido el que le imprime a las palabras quien ahora toma la voz para contar calamidades. Hasta la sapiencia del Qohelet se ha transformado en “nada nuevo bajo este ocre sol”. Las figuras angélicas y la presencia del anciano recuerda a los instructores y acompañantes de los apocaliptistas durante el éxtasis en que contemplan las visiones que a otros son negadas. Pero esta vez el silencio estremece a quien los contempla: no hay justos ni impíos; ni premio ni castigo. Pasó inadvertido el juicio, si es que lo hubo. No hay nada. (Doble negación que en lingüística a diferencia de la lógica y las matemáticas no implica afirmación, sino el vacío más absoluto). Y en ese marco, los signos como el fuego enredado en el peso de la noche, las lenguas achicharradas, las rocas igneas, las piras, y la ardiente y fresca lava terminan por dar colorido y relieve al instante en que el humus, lo humano, ha sido llevado al límite.

Con estos detalles quedan establecidas las primeras semejanzas del poemario publicado el año pasado al amparo del arcángel San Miguel, quien aparece cada vez que se abre el libro como custodio de las palabras en las páginas. La iconografía del diseño editorial es interesante, no sólo por el contexto en que nos sitúa, sino porque en tanto que el grabado aludido forma parte de la obra como umbral, aporta sentido: El comandante supremo de las huestes celestiales no ha desenfundado la espada para cortarle la cola al diablo, sino que porta en la diestra el madero redentor y en la izquierda, la palma del martirio. Este gesto revela un estado en el que ya no es necesaria la violencia hacia el otro, el enemigo, el maligno, el rebelde que hizo del desacato su forma de existir... ¿Para qué castigar si en ello no va la corrección? Ya el tiempo del exterminio y la purificación ha pasado, pareciera decir quien desde una nube mira hacia el vacío. Lo cual se confirma en el cuanto IV:

“no hay otro infierno / no hay otros ángeles caídos”.

Ya no estamos para batallas inútiles.

Pero no basta con señalar que el texto es presentado como el producto de una experiencia extática reveladora –posible gracias a la contemplación desde fuera del lugar y del tiempo conocido- y que ve en la catástrofe la posibilidad última (y acaso única) de superar una crisis, ya para volver al origen, ya para construir una nueva realidad social, por lo general de orden trascendente. Conviene recordar que los Apocalipsis utilizan también el lenguaje simbólico como mecanismo integrador del discurso crítico, de modo que en la palabra convergen la crisis que se vive, la revisión de la historia criticando a las instituciones y sus prácticas decadentes, así como el proyecto ético o moral que la resolvería, desde la óptica del autor. Así, y en el momento en que nos encontramos, la crisis en que nace el Apocalipsis de Moisés Ramos es la posmodernidad, en la que se dice, atestiguamos la disolución del sujeto, la pérdida de certezas y el fin de la historia lineal, entre otras deconstrucciones. Es aquí, entonces, donde se halla la respuesta la duda inicial. Explico:

La poesía de Moisés Ramos Rodríguez es postapocalíptica desde un horizonte moderno, pues en la sucesión lineal nos coloca en un tiempo de ceniza detrás de la devastación y en medio del caos, cuando la última palabra ha sido pronunciada y no queda “nada que mostrar”, el juicio definitivo se ha ejecutado. Pero leído desde la posmodernidad, Olvido es nuestro nombre goza aún –aunque de poco sirva- del estatus de Apocalipsis pues existe una profunda crisis de la verdad que impide “establecer una línea entre uno y otro ángel abrasado”, el tiempo ha dejado de ser sucesivo para devenir eterno presente “Y sin futuro”, el final ha sucedido sin que nos diéramos cuenta.
No hay escape
Todo ha pasado
Desde hace siglos...
Y más adelante,

Todo ha pasado hace siglos:
Ni ayer ni porvenir
Sólo estar hoy petrificados

La modernidad desacralizó el mundo y la posmodernidad aún no nos ha devuelto las alas. En cuanto al éthos -pues de los causantes del deterioro del mundo ya se hablado- las relaciones sociohumanas no pueden ya fundarse en máximas reveladas ni razonamientos consensuados. Si algo puede enfrentarnos al otro, ponernos cara a cara, es, curiosamente, lo negado. Todo pasó, sí. Pero aquí estamos. Y todavía “Chillidos de gastritis y de flatos / rozar de lenguas como lijas / es lo que el difunto vecino oye sobre nuestro cuerpo”. Somos bruma, ceniza bajo un cielo negro. Permanecemos sin embargo, sin saber si “¿Ángeles aún han de llamarnos?”. Pero estamos (al menos como ilusión).

El desencanto estremecedor y conmovedor en las páginas de Olvido es nuestro nombre resulta natural, pues un Apocalipsis contemporáneo basado en la experiencia de que se nace solo, se muere solo, se vive solo, se sobrevive a si mismo en una soledad tan cruel como inevitable no podría apuntar hacia la ingenuidad inocente del tiempo antes del tiempo, sino a la conciencia de que los remedios son imposibles. Se agradece, por tanto, a Moisés, además de la generosidad y la sinceridad de su poesía con la que cultiva este “placer apocalíptico” del que Rafael Argullol ha señalado que es indispensable para algunos que no podríamos vivir sin la experiencia literaria del final. Pero sobre todo se agradece que al situarnos en un momento posterior a la catástrofe ocurrida “decenas de cientos de siglos hace” -con lo cual nos revela la historia rota, la existencia de la humanidad dislocada, frágil y fragmentada-, nos salve al final, con sus versos, del odio y la violencia. No hay necesidad de degollar a los soberbios y los infames, ni vale la pena probar virtudes en el crisol. Sólo nos queda atestiguar que todo es nada y viceversa, porque “Olvido es nuestro nombre / Olvido el apellido nuestro”.

viernes, 3 de octubre de 2008

La defensa del Quinto Sol

Finalmente no impartí clases de Historia de México este semestre. Fue algo circunstancial. Sin embargo, no deja de interesarme la “revisión del pasado”, la construcción y el análisis de un discurso coherente que integra una serie de factores, actores y acontecimientos seleccionados de manera más o menos arbitraria y de tal modo que permitan establecer un modelo de interpretación que funcione como referencia para el entendimiento del entramado social, económico y político: un ejercicio de lógica e imaginación.

En este contexto, ha sido agradable leer el Cuauhtémoc (Planeta, México, 2008) de Pedro Ángel Palou, una novela de esas que vale la pena tener a la mano cuando uno viaja en avión alrededor del mundo, en los momentos en que uno se pregunta si por casualidad el ayer tiene algo que ver con el hoy, o cuando uno posee la firme convicción de que en momentos de crisis muchas cosas pueden perderse, excepto la dignidad. Si hubiera impartido la materia, no habría dudado en recomendar a mis alumnos la lectura de este texto, que forma parte –junto con Zapata y Morelos- de una indagación literaria en torno a los orígenes de eso que llamamos México.



Esta vez le toca a Ocuilin, un enano huasteco, bufón, paje, criado, narrar el pasado para mostrarnos al protagonista ausente: un personaje difícil que hacia el final de la vida atestigua el fracaso, fatalidad del destino: "[c]omo sacerdote sabía que era necesario acatar la voluntad de los dioses, como emperador el bien de sus súbditos había buscado sin éxito, y como guerrero ya preso no servía de mucho". Una voz narrativa muy culta para ser la de un indígena cuyo pueblo ha sido aniquilado –dirán de inmediato los críticos-, poco creíble para quienes esperan la visión del marginado. Desde luego que no es la voz del Otro, el eco de las naciones originarias subyugadas, el punto de vista de aquel a quien le ha sido arrebatada la palabra. No. Son la cultura y la elocuencia de Palou las que se evidencian en el texto. Pero el escollo se salva hábilmente: Ocuilin, cuyo testimonio "fiel a la memoria" tiene en sus manos el lector, se confiesa viejo, alfabetizado, cercano primero a Cuauhtémoc, y luego a los letrados venidos del otro lado del mar, pero con una diferencia que le permite sostener lo que otros no han dicho: “No escribo esto –afirma el nativo-, como tantos otros, para obtener falsas dádivas de la Corona o de capitán alguno. Lo hago para que quede memoria, recuerdo.”

Esta irreverencia, la desmitificación constante sustentada en documentos y el ejercicio narrativo siempre distinto en cada novela, son en conjunto como una firma de Pedro Ángel. Palou es un autor prolífico, pero no le gusta repetirse: libro tras libro el escritor se reinventa. A tal grado se diferencia la voz en cada obra que pudiera firmar los diversos títulos con un nombre diferente, sin embargo, además de lo que aquí he apuntado como el signum del poblano, habrá que consignar las obsesiones literarias que se filtran, en prácticamente todo lo que ha publicado hasta la fecha: el dolor, la escritura y la memoria. ¿Cómo olvidar a Andrés evocando a Mónica en Qliphot: "no soporta la punzada de este recuerdo. Entonces la escribe"? ¿Cómo no recordar a Maia, contando para comprender la trágica historia de dolor y pérdida de Adriana Yorgatos en Casa de la Magnolia? ¿Cómo no pensar en el cuaderno del Baby Sifuentes? Cuauhtémoc no es la excepción. Sirvan las siguientes citas para confirmar la combinación de dolor extremo con la necesidad de recurrir a las letras para luchar contra el olvido:

"El suelo con sangre, los dioses decapitados, y las calles usurpadas por gente que no viene de los templos."

“No puede haber muerte después de la muerte, ni dolor más punzante que el dolor. ¿Cómo salvar algo, una pluma de quetzal o un último pedazo de carne en medio de lo que se ha perdido?”

*
"No empecé a escribir estos folios del infortunio por gusto."

"Aunque las palabras de la lengua de ustedes, lo sé ahora, sirvan sólo para engañar y para mentir y herir, como macanas filosas llenas de puntas de obsidiana sus palabras.”

*
"Es mi memoria rota y maltrecha sólo escrita para desmentir a los perros que me han antecedido en sus recuerdos y han dicho cosas muy falsas y oscuras"

"Hasta las victorias son de otros. Por eso escribí esto, porque es de lo único que soy dueño yo, de mi memoria. De mis recuerditos que tampoco sirven cuando se está viejo y enfermo.”

¿No es la muerte también el olvido?

*
Sobra decir que estas obsesiones, dolor, escritura y memoria, están estrechamente ligadas:

“Lo único que nos queda es la memoria, razón que me ha bastado para escribir estas fojas hechas de su materia, de retazos de memoria que poco me alegran. Siempre, como ahora que escribo, me llenaban de tristeza, me llevan a las lágrimas, me crispan de rabia y me incitan a la furia y a la acción.”

Y ya para terminar, apuntaré también que el libro viene acompañado por un Dramatis personae, una cronología, cuatro mapas, una constancia de hechos y una bibliografía muy útil para seguir buscando a Cuauhtémoc.

viernes, 5 de septiembre de 2008

Entre absurdos y contradicciones

En Melodrama, del escritor colombiano Jorge Franco (Bogotá: Planeta, 2006), el lector advierte desde las primeras páginas que la narración se realiza en dos planos distintos. En un nivel, el narrador dialoga con quienes se convertirán en personajes e insiste en el carácter ficticio de la novela, el uso lúdico de la escritura y en la creación de una historia coherente a través de estrategias discursivas sin más guía que los propios deseos: “(Lo que importa es que quede una historia de nosotros. Voy a estar dentro de ella –escribe- a mi antojo. Cuando se lea, más tarde, se creerá que quien la escribió estuvo ahí y fue testigo. -Pero son mentiras, insiste [Perla]. -Le tengo más confianza a la imaginación que a la realidad. Además, todo el que cuenta inventa)”. Estas pequeñas conversaciones están dispersas a lo largo de la novela y se distinguen porque se encuentra entre paréntesis. En un segundo nivel, se cuentan las peripecias de Vidal, quien se ha enterado de portar el “virus asesino que atacaba a los que hacía de su culo una fiesta” y cuyo problema es hallar la forma de decirse a sí mismo y anunciar a los demás que el final, su propio fin, está cerca. A partir de esta toma de conciencia, ante la inminencia de la muerte, Vidal se aleja de su casa en París y se refugia en el departamento de Ilinka, una inmigrante serbia a quien conoce el mismo día de la trágica noticia, y desde cuya habitación se dedica a contemplar vidas ajenas. Mientras el síndrome va causando estragos, el colombiano intenta recuperar su pasado a través de la memoria.

Las edades que el protagonista trenza al ser contadas, en una mirada retrospectiva, reconstruyen la vida que comenzó en Medellín, “una ciudad enrejada por chismes, lenguas venenosas, prejuicios, donde todo está irremediablemente sujeto al qué dirán” y que agoniza en la capital de Francia, una ciudad “tan cruel que con su crueldad borra toda su belleza”. El primer periodo corresponde a la infancia y adolescencia en Colombia, cerca de su madre y una serie de personajes caricaturescos: Libia, mamá de Perla y abuela de Vidal, que tiene la manía “de tomarse las medicinas a punto de vencerse” y a quien se le hace “más fácil tomarse las pastillas por colores”. Pablo Santiago, esposo de Libia, pescador y minero, con quien procrea además a Nancy, Mireya y Marta; y que un día lleva a casa, en calidad de arrimada y sin dar explicaciones, a Anabel que no hace otra cosa más importante que escuchar el radio y repetir las noticias.

Entre analepsis y prolepsis, idas y venidas, avances y retrocesos, el lector se entera de que Perla se casó, por sugerencia de su amiga Fanny Cardona, con Osvaldo, un tipo medio bobo, más que por amor para salir de la casa paterna. Durante la luna de miel en Barranquilla fue engendrado Vidal, pero no con el marido sino con otro hombre. Luego vino Sandrita, quien murió trágicamente cuando iba a cumplir dos años. Vidal aprendió de niño, según refiere, a rezar y pecar al mismo tiempo, en la iglesia de Santa Gema, iniciado por Tío Amorcito, “un vecino del que todos pensaban que era un hombre bueno” y cuya lavandería servía para disimular su verdadero negocio: los Baños de Apolo, donde la presencia de Vidal multiplicó a los clientes. Las referencias históricas como el Bogotazo (1948) además de señalar tiempos, muestran que es difícil para un narrador colombiano esconder las huellas de la violencia. De modos diferentes, Laura Restrepo y Fernando Vallejo también han construido personajes que huyen de la Colombia que llevan dentro.

La segunda edad, comienza con la llegada del protagonista a Francia, escapando de la ira del marido de Graciela, la segunda mujer más rica de Colombia, luego de haber jugado al celestino. Gracias a un amigo de Tío Amorcito y a la suerte, encuentra trabajo como estilista. Y termina este periodo con el ascenso social de Vidal en Francia, gracias a su belleza y un afortunado accidente. “Sólo tenía dos formas de estar: o muy bien vestido o desnudo. Lo uno lo llevaba a lo otro, y con lo otro era como conseguía lo uno”. Mientras tanto en Colombia, Perla había montado un parrandeadero argumentando que cuando al calor, las putas y los hombres se les combina con alcohol, rápidamente llega la riqueza. Y de paso revivía la pasión “a sus cincuenta y tantos” con Fernando, un hombre de veinticinco. A pesar de la distancia geográfica, la relación entre Perla y Vidal sigue articulando los fragmentos narrados, pues más que madre e hijo, parecen “dos amantes irresueltos”, se comportan como una pareja de “criminales que se entienden con sólo mirarse”.

La tercera etapa está marcada por el reencuentro de Vidal y Perla y se prolonga después de que él se ausenta. Gracias a su oficio, el colombiano conoce a Suzzanne, esposa del Conde Adolphe de Cressay, un noble en la “edad metálica (cabellos de plata, diente de oro y pipí de plomo)”. La condesa vivía sus últimas horas a causa del cáncer y no tenía más heredero que un sobrino a quien, sin embargo, no deseaban, ni ella su esposo, legarle sus bienes. La solución es que el conde contraiga nupcias con la madre de Vidal, para que éste adquiera los derechos tras la muerte del conde. Perla acepta el trato y el conde, finalmente muere, desencadenando las sospechas de Clémenti, el sobrino. Dilucidar si la muerte fue natural o inducida le da a la novela un toque de suspenso.

El paso de una etapa a otra se realiza siempre a partir de una imagen, un lugar, una palabra o un acto que funciona como gozne entre dos tiempos, lo que provoca en no pocas ocasiones equívocos humorísticos y manifiesta el dominio de esta técnica. La sintaxis, sobre todo cuando cita discursos, recuerda la escritura de Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca. El ritmo es ágil y se mantiene a lo largo de las casi cuatrocientas páginas. El tono es decididamente burlesco e irreverente:
“Decile a tu mamá que se meta un dedo en el...
-¡Vidal! –me reprochó Perla.
-Decile que no solamente ayuda a cagar sino que también es delicioso.”

He dicho que estas etapas se van trenzando, porque los acontecimientos que suceden en ellas se van intercalando y por jugar un poco con la expresión de Roland Barthes pero, al mezclarse los dos planos, el resultado es más bien un texto híbrido, un collage como los que Perla realiza durante la ausencia de Vidal, recortando y pegando fotos, mezclando a los vivos con los muertos en sitios donde nunca coincidieron. Así es la prosa de Jorge Franco en este libro donde los acontecimientos se dislocan y se sincronizan:

“Libia continuó envenenándose y desarrolló una gastritis que no la dejaba probar bocado, en París los jóvenes se rebelaron, en México se hicieron matar por una utopía, al Papa le dio por visitar Colombia y en lugar de recibirlo como un criminal lo recibieron como un héroe; en un suburbio parisino que yo no conocía, Ilinka me recibió con cariño y me ofreció un café caliente, y en el restaurante Fermete Marbeuf, bajo su domo de vidrio, Perla esperaba sentada y nerviosa a que llegar el conde Adolphe de Cressay, su próximo marido”.

Hacia el desenlace, hay un momento en el cual los niveles que se distinguían perfectamente se revuelven e invierten la relación entre realidad y ficción al interior del relato. El narrador sabe que “la proximidad de la muerte nos confunde, invierte los polos y justo cuando uno creía que la gracia de vivir era entender, al final, de qué se trataba la vida, justo ahí con la muerte encima, en cuestión de minutos todo se altera”. Y como la muerte se anuncia desde la primera página, no hay sitio para las certezas: ni las circunstancias ni las personas son lo que parecen. El mundo pierde sus dimensiones. Hasta el amor se convierte en una sustancia amorfa: hay quien piensa que es el destello irrepetible de una noche o el desprecio cotidiano, puede ser la promiscuidad, el eco de la culpa o alguna forma de lástima, acaso sea sólo la búsqueda de lo que falta o un acentuado egoísmo. La vida se escapa entre absurdos y contradicciones; nada más queda, como hace Jorge Franco, narrarla con buen humor.