domingo, 6 de julio de 2008

Ortografía instantánea

¡Adónde vamos a llegar con esto del chat y los mensajitos del celular!, exclamaba no hace mucho una preocupada educadora. Los jóvenes ya no usan vocales –continuaba exponiendo las razones de su angustia-, en algunos casos reducen las palabras a su primera y última consonante, y eso es grave porque se deteriora el idioma. Entonces, ya conmovido, ya agobiado por su discurso, le pregunté si no le parecía interesante que a pesar de tanto degenere lingüístico, los jóvenes en cuestión se entendieran en términos generales. Sí, ¡es increíble!, fue su respuesta y pasamos a otro tema, sin decir que no sólo los estudiantes incurren en esta práctica (frecuente, por increíble que parezca, también entre profesores).

Pero en realidad no es increíble. Los soportes no sólo modifican los procesos de escritura -compárese a un copista medieval una secretaria de la época de Kennedy o a un linotipista con un capturista actual. No se trata sólo de la velocidad de producción o de la durabilidad del texto. Con cada cambio tecnológico se experimenta una transformación en la manera de pensar el mundo, en la forma de narrarlo y compartirlo. La denominada cibercultura, desde luego, no es la excepción. Como profesor, comparto la angustia de mi colega frente a las “limitaciones” de la juventud y su escritura catastrófica; pero como lingüista, entiendo que vivimos un momento privilegiado en el que podemos valorar por igual la tradición y el desarrollo de habilidades comunicativas ligadas a las nuevas tecnologías. En fin, el debate para ser fecundo habrá de prolongarse.

Ahora bien, frente al fenómeno referido, la preocupación las instituciones, de muchos docentes y padres de familia, se concentra –oh noble obra de caridad- en corregir al que yerra con consejos y normas o criticar no sin ironía y sarcasmo la incorrecta escritura. Así, por un lado, encontramos a quien le duele la ausencia de vocales en las palabras, los ofendidos por emoticons, guiños y zumbidos que reemplazan a las grafías, los atemorizados por la deformación de convenciones que parecen anunciar el advenimiento de los demonios reprimidos; y por otro, a quienes construyen pedestales para exhibir a los sabios, nuevos predicadores que viajan de dos en dos, proclamando por la autoridad que les ha sido conferida desde lo alto, que “las palabras graves llevan tilde cuando no terminan en n, s o vocal”, y mientras tanto –hay cosas que no cambian- se sigue usando la lengua como un mecanismo de control y un medio eficaz de discriminación.
En este escenario, groseramente simplificado, encontramos, en un extremo a aquellos a los que la Academia llama despectivamente (no podía ser de otra manera) los “arbitristas de la ortografía” que, aunque bienintencionados, son unos ignorantes, o cuando menos olvidadizos a los que hay que recordarles las palabras de Nebrija, quien recuperó para nuestro bien a Quintiliano. Y en frente, a los académicos, que parecen ignora que el mismo Nebrija proponía una letra diferente para cada sonido, con lo cual, estarían de más –al menos en ciertos países- la s, c o z. Unos, nostálgicos, recordando siempre las razones prácticas y políticas de Sarmiento en el siglo XIX, otros enfatizando que en cuestiones ortográficas “las cosas, pues, quedaron como quedaron”, los primeros enarbolando el ya clásico “simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”, los segundos pontificando que “en aquello que es como ley consentida por todos es cosa dura hacer novedad”. Y en medio, cientos, miles, millones de indiferentes, a quienes no les quita el sueño que la palabra fórceps sea grave, termine en s y lleve tilde…

Por eso, entre tantos lamentos y censuras, en medio de voces esperanzadas y ecos de lejanas frustraciones, junto a las constataciones irrefutables y las justificaciones teóricas, entre los destellos pulsarescos de erudición y analfabetismo, se agradece un libro como Ortografía instantánea de Beatriz Escalante.
Un vade me cum, en el sentido más literal. Un manual de fácil transportación y consulta, un prontuario para aclarar dudas frecuentes y hallar alguna que otra palabra insospechada, una guía para la corrección ortográfica, pero con breves y sutiles reflexiones orientadas “a la decisión personal” y la adecuación a las condiciones actuales. Una obra básica, sí, pero indispensable.
A diferencia de otros textos de ortografía, cargados de nociones teóricas y argumentos que complacen más al autor que al lector, o de los simples y a veces burdos extractos de la Ortografía de la Real Academia Española, amén de los consabidos “ejercicios” organizados según categorías arcaicas y extrañas terminologías (pero funcionales en el contexto de los concursos escolares); la obra de Beatriz Escalante apuesta por la sencillez de lenguaje, pero sin concesiones. Su tono es ameno, los ejemplos inmediatos y casi anecdóticos, la exposición clara y sistemática, con lo cual cumple con el objetivo de tratar temas fundamentales en materia ortográfica “de manera esencial, didáctica y actualizada”.

Pero además, y en el panorama que aquí he esbozado, la Ortografía instantánea reconcilia a los contrarios haciendo coincidir la corrección con el uso, el cambio con la norma, y ofreciendo a los que se han apartado de la escritura por temor a equivocarse, un camino fácil para evitar el juicio severo de quienes aprendieron que se escriben con D, todas las palabras con da, de, di, do, du.

Lograr tal síntesis y responder a todos no es fácil, pero Beatriz Escalante hace que, escribir con buena ortografía, parezca tan sencillo como hojear un libro, tan rápido como prepara una "sopa instantánea" agregándole agua caliente. ¡Listo!

martes, 1 de julio de 2008

Sobre los talleres de escritura

Los talleres de redacción que he coordinado en los últimos años han sido la oportunidad de conocer a estudiantes universitarios preocupados por no saber cómo iniciar su tesis, jubilados bien dispuestos para compartir generosamente su experiencia; jóvenes narradores y poetas esperando que alguien les confirme el valor de su escritura, profesores y profesoras de redacción en busca de estrategias para revertir los efectos del mensajero instantáneo y el celular, investigadores del SNI y alumnos de bachillerato, periodistas, amas de casa. Y entre más heterogéneos han sido los grupos, mejores los resultados.

Debo admitir, desde luego, que más de cinco participantes se han sentido defraudados en este lustro. Y es que en cada taller hay por lo menos un participante que quiere la receta infalible para no equivocarse o el truco para la redacción fecunda e impactante; o bien, el nostálgico de las memorizaciones que no se cansa de repetir que antes de p y b se escribe m pero termina siempre en extrañas “convinaciones”; y de cuando en cuando, se acerca también algún masoquista del lenguaje deseoso de que el mundo le señale públicamente sus errores. Casi lo olvido, también han llegado quienes confían en mejorar su redacción viendo como los otros mueven la pluma o acomodan los dedos sobre el teclado.

Los cambios se producen cuando los participantes descubren la relación que pueden establece entre ellos y el lenguaje. En ese sentido, me parecen muy claras las palabras de Silvia Adela Kohan en su Taller de escritura: el método. Un sistema de trabajo para escribir y hacer escribir (Barcelona, Alba editorial, 2004): “El taller de escritura pone en movimiento el deseo de escribir y el proceso de escritura.” Eso es lo valioso. Después de todo, si repetir planas y planas o memorizar reglas les sirviera, la mayoría de ellos no habría sentido la necesidad de incorporarse al grupo. Pero si antes no les sirvió, durante el taller, menos. No estoy diciendo que la corrección haya dejado de ser importante. Desde luego que lo es, y mucho. Pero, debe ser lo menos preocupante del proceso.

Por ello, estoy de acuerdo con Silvia Adela cuando afirma que “los talleres de escritura tienen al menos dos puntos en común: el rechazo de la escritura dependiente de las normas establecidas y el trabajo en grupo. Para los componentes del grupo, el taller constituye a menudo un momento privilegiado de la semana o del mes. Aunque las motivaciones no sean las mismas, todos, incluido el coordinador, comparten la alegría del encuentro.”

Desde luego, el taller no es un lugar para la exhibición. Por eso, no admito más arrogancia que la mía; ni me gustan los juicos morales (bien/mal) sobre los textos o sus autores. Por ello, a manera de homenaje a Sócrates, prefiero las preguntas que la censura y los taches. En fin, considero más útil que los participantes reconozcan que escribir no es un acto inocente, que asuman sus intenciones y que realicen sus objetivos con la palabra como instrumento infalible. Que escriban pensando en las características de su lector; que lean reconociendo los significados por su contexto y situación. En ese sentido, el taller es como dice Kohan: “un lugar de juego revelador” y “un territorio para la libertad.”

Sí. Hay muchas coincidencias con su método. Afortunadamente lo leí después de mi experiencia como coordinador, o moderador, o espectador. De no haber sido así, probablemente lo habría adoptado sin mayor variación, pero hay dos cosas que me alejan de ella. Primero, que yo no le pido a mis participantes que escriban bajo consigna, no les doy un tópico. Disfruto que escriban lo que se les ocurra, lo que les interese o estén dispuestos a compartir. Y segundo, que para ella, se debe escribir mientras sesiona el taller a fin de no caer en la tertulia. Yo creo que escribir en casa, o en la oficina o en el parque, es decir, fuera del espacio y el tiempo del taller, es más práctico y ofrece al participante una mayor libertad para explorar.