viernes, 5 de septiembre de 2008

Entre absurdos y contradicciones

En Melodrama, del escritor colombiano Jorge Franco (Bogotá: Planeta, 2006), el lector advierte desde las primeras páginas que la narración se realiza en dos planos distintos. En un nivel, el narrador dialoga con quienes se convertirán en personajes e insiste en el carácter ficticio de la novela, el uso lúdico de la escritura y en la creación de una historia coherente a través de estrategias discursivas sin más guía que los propios deseos: “(Lo que importa es que quede una historia de nosotros. Voy a estar dentro de ella –escribe- a mi antojo. Cuando se lea, más tarde, se creerá que quien la escribió estuvo ahí y fue testigo. -Pero son mentiras, insiste [Perla]. -Le tengo más confianza a la imaginación que a la realidad. Además, todo el que cuenta inventa)”. Estas pequeñas conversaciones están dispersas a lo largo de la novela y se distinguen porque se encuentra entre paréntesis. En un segundo nivel, se cuentan las peripecias de Vidal, quien se ha enterado de portar el “virus asesino que atacaba a los que hacía de su culo una fiesta” y cuyo problema es hallar la forma de decirse a sí mismo y anunciar a los demás que el final, su propio fin, está cerca. A partir de esta toma de conciencia, ante la inminencia de la muerte, Vidal se aleja de su casa en París y se refugia en el departamento de Ilinka, una inmigrante serbia a quien conoce el mismo día de la trágica noticia, y desde cuya habitación se dedica a contemplar vidas ajenas. Mientras el síndrome va causando estragos, el colombiano intenta recuperar su pasado a través de la memoria.

Las edades que el protagonista trenza al ser contadas, en una mirada retrospectiva, reconstruyen la vida que comenzó en Medellín, “una ciudad enrejada por chismes, lenguas venenosas, prejuicios, donde todo está irremediablemente sujeto al qué dirán” y que agoniza en la capital de Francia, una ciudad “tan cruel que con su crueldad borra toda su belleza”. El primer periodo corresponde a la infancia y adolescencia en Colombia, cerca de su madre y una serie de personajes caricaturescos: Libia, mamá de Perla y abuela de Vidal, que tiene la manía “de tomarse las medicinas a punto de vencerse” y a quien se le hace “más fácil tomarse las pastillas por colores”. Pablo Santiago, esposo de Libia, pescador y minero, con quien procrea además a Nancy, Mireya y Marta; y que un día lleva a casa, en calidad de arrimada y sin dar explicaciones, a Anabel que no hace otra cosa más importante que escuchar el radio y repetir las noticias.

Entre analepsis y prolepsis, idas y venidas, avances y retrocesos, el lector se entera de que Perla se casó, por sugerencia de su amiga Fanny Cardona, con Osvaldo, un tipo medio bobo, más que por amor para salir de la casa paterna. Durante la luna de miel en Barranquilla fue engendrado Vidal, pero no con el marido sino con otro hombre. Luego vino Sandrita, quien murió trágicamente cuando iba a cumplir dos años. Vidal aprendió de niño, según refiere, a rezar y pecar al mismo tiempo, en la iglesia de Santa Gema, iniciado por Tío Amorcito, “un vecino del que todos pensaban que era un hombre bueno” y cuya lavandería servía para disimular su verdadero negocio: los Baños de Apolo, donde la presencia de Vidal multiplicó a los clientes. Las referencias históricas como el Bogotazo (1948) además de señalar tiempos, muestran que es difícil para un narrador colombiano esconder las huellas de la violencia. De modos diferentes, Laura Restrepo y Fernando Vallejo también han construido personajes que huyen de la Colombia que llevan dentro.

La segunda edad, comienza con la llegada del protagonista a Francia, escapando de la ira del marido de Graciela, la segunda mujer más rica de Colombia, luego de haber jugado al celestino. Gracias a un amigo de Tío Amorcito y a la suerte, encuentra trabajo como estilista. Y termina este periodo con el ascenso social de Vidal en Francia, gracias a su belleza y un afortunado accidente. “Sólo tenía dos formas de estar: o muy bien vestido o desnudo. Lo uno lo llevaba a lo otro, y con lo otro era como conseguía lo uno”. Mientras tanto en Colombia, Perla había montado un parrandeadero argumentando que cuando al calor, las putas y los hombres se les combina con alcohol, rápidamente llega la riqueza. Y de paso revivía la pasión “a sus cincuenta y tantos” con Fernando, un hombre de veinticinco. A pesar de la distancia geográfica, la relación entre Perla y Vidal sigue articulando los fragmentos narrados, pues más que madre e hijo, parecen “dos amantes irresueltos”, se comportan como una pareja de “criminales que se entienden con sólo mirarse”.

La tercera etapa está marcada por el reencuentro de Vidal y Perla y se prolonga después de que él se ausenta. Gracias a su oficio, el colombiano conoce a Suzzanne, esposa del Conde Adolphe de Cressay, un noble en la “edad metálica (cabellos de plata, diente de oro y pipí de plomo)”. La condesa vivía sus últimas horas a causa del cáncer y no tenía más heredero que un sobrino a quien, sin embargo, no deseaban, ni ella su esposo, legarle sus bienes. La solución es que el conde contraiga nupcias con la madre de Vidal, para que éste adquiera los derechos tras la muerte del conde. Perla acepta el trato y el conde, finalmente muere, desencadenando las sospechas de Clémenti, el sobrino. Dilucidar si la muerte fue natural o inducida le da a la novela un toque de suspenso.

El paso de una etapa a otra se realiza siempre a partir de una imagen, un lugar, una palabra o un acto que funciona como gozne entre dos tiempos, lo que provoca en no pocas ocasiones equívocos humorísticos y manifiesta el dominio de esta técnica. La sintaxis, sobre todo cuando cita discursos, recuerda la escritura de Gabriel García Márquez en El otoño del patriarca. El ritmo es ágil y se mantiene a lo largo de las casi cuatrocientas páginas. El tono es decididamente burlesco e irreverente:
“Decile a tu mamá que se meta un dedo en el...
-¡Vidal! –me reprochó Perla.
-Decile que no solamente ayuda a cagar sino que también es delicioso.”

He dicho que estas etapas se van trenzando, porque los acontecimientos que suceden en ellas se van intercalando y por jugar un poco con la expresión de Roland Barthes pero, al mezclarse los dos planos, el resultado es más bien un texto híbrido, un collage como los que Perla realiza durante la ausencia de Vidal, recortando y pegando fotos, mezclando a los vivos con los muertos en sitios donde nunca coincidieron. Así es la prosa de Jorge Franco en este libro donde los acontecimientos se dislocan y se sincronizan:

“Libia continuó envenenándose y desarrolló una gastritis que no la dejaba probar bocado, en París los jóvenes se rebelaron, en México se hicieron matar por una utopía, al Papa le dio por visitar Colombia y en lugar de recibirlo como un criminal lo recibieron como un héroe; en un suburbio parisino que yo no conocía, Ilinka me recibió con cariño y me ofreció un café caliente, y en el restaurante Fermete Marbeuf, bajo su domo de vidrio, Perla esperaba sentada y nerviosa a que llegar el conde Adolphe de Cressay, su próximo marido”.

Hacia el desenlace, hay un momento en el cual los niveles que se distinguían perfectamente se revuelven e invierten la relación entre realidad y ficción al interior del relato. El narrador sabe que “la proximidad de la muerte nos confunde, invierte los polos y justo cuando uno creía que la gracia de vivir era entender, al final, de qué se trataba la vida, justo ahí con la muerte encima, en cuestión de minutos todo se altera”. Y como la muerte se anuncia desde la primera página, no hay sitio para las certezas: ni las circunstancias ni las personas son lo que parecen. El mundo pierde sus dimensiones. Hasta el amor se convierte en una sustancia amorfa: hay quien piensa que es el destello irrepetible de una noche o el desprecio cotidiano, puede ser la promiscuidad, el eco de la culpa o alguna forma de lástima, acaso sea sólo la búsqueda de lo que falta o un acentuado egoísmo. La vida se escapa entre absurdos y contradicciones; nada más queda, como hace Jorge Franco, narrarla con buen humor.