jueves, 23 de octubre de 2008

La fugacidad es nuestro destino, la libertad, nuestra ambición

“Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado”, dice el abogado Sanginés, asesor de políticos y empresarios, al narrador de La voluntad y la fortuna (México, Alfaguara, 2008). Y continúa con una oración que resume perfectamente el contexto social del universo narrativo en la más reciente novela de Carlos Fuentes: “El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia.” Esta conclusión incendiaria, de un personaje ficticio que creció en una “sociedad [que] era protegida por la corrupción oficial” y que gracias al Cambio se transformó en una sociedad cuya protección está en manos de “los criminales”, sería alarmante si apareciera o apareciese en algún artículo firmado por respetable sociólogo o insigne politóloga, o peor aún si fuera pronunciada por el encorbatado conductor de cierto noticiero nocturno, sin embargo se encuentra perdida entre las 560 páginas de un libro etiquetado como “literatura mexicana” que, huelga decir, pocos comprarán y menos leerán. Después de todo, cualquier parecido con la realidad, lo sabemos, bla, bla, bla.

La voluntad y la fortuna, en fin, es el relato autobiográfico -un tanto íntimo, un poco irónico, sentidamente apocalíptico- que nos comparte “la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México”, perteneciente en vida a Josué Nadal, cuyo apellido real será revelado hacia el final de la novela, y cuya historia, llena de coincidencias y cabos que se van atando a lo largo de tres partes, enmarcadas por un preludio y un epílogo. A los 16 años, el narrador conoce a Jericó (sin apellido), un año mayor que él, con quien traba una gran amistad; juntos proyectan un plan de vida, evitando “la vulgaridad, la estupidez y el enmascaramiento de la pobreza mental mediante la gracejada mortal”. Su curiosidad intelectual es incentivada por el clérigo Filopáter, un filósofo pequeño y ágil, que los llama afectuosamente Cástor y Pólux, y que por sus ideas -reflejo de Baruch Spinoza- terminará de escribano, marginado de su congregación, en la Plaza de Santo Domingo. Los adolescentes comparten lecturas (de San Agustín a Nietzsche), discusiones de café e incluso aventuras en burdeles, siendo una de las más recordadas la de la puta de la abeja tatuada en la nalga, que por caprichos del destino terminará siendo la segunda esposa de Nazario, padre de Errol Esparza –compañero de Josué y Jericó en el colegio de los Presbíteros Católicos-, y se verá implicada en una serie de delitos. Comparten, además, la ausencia de la imagen de una familia, en el sentido tradicional.

Desde luego, y fiel a su costumbre, Carlos Fuentes va amalgamando la historia narrada con su (re)visión literaria de la capital del “país de la traición”, poniendo a buen recaudo algunos detalles del pasado: “En 1910, Madero traicionó a don Porfirio que se creía presidente de por vida. En 1913, Huerta mandó matar a Madero, en 1919, Carranza mandó matar a Zapata. En 1920, Obregón mandó matar a Carranza. En 1928, Calles se hizo el distraído mientras asesinaban a Obregón. Sólo mi general Lázaro Cárdenas acabó con las matanzas”, dice Concepción Antigua, ya muerta. Se acabaron las matanzas, sí, pero comenzaron “los ajusticiados”. En este sentido, la lectura de este texto se disfruta más teniendo en en cuenta La región más transparente (1958), con lo cual se advierte el contraste entre la ciudad de los palacios convertida medio siglo después en la ciudad de los dolores (y los olores), transitando de la polifonía entusiasta de la modernización al silencio apocalíptico del desencanto. Hasta las voces en la calle de Berlín, mencionada en ambas novelas, suenan diferente, lo cual no es extraño, pues la de México es “una ciudad que se empeña en destruirse a sí misma y no lo logra. Cambia mucho, pero no muere nunca. Su fundación es peculiar: una laguna (que ya se secó), una roca (que se convirtió en barrio residencial), un nopal (que sirve para cocinar capeados y rellenos), un águila (especie en extinción) y una serpiente (lo único que sobrevive).”

Llegado el momento de ingresar a la universidad, Josué y Jericó se separan; éste para ir a Europa, aquél, para estudiar Derecho, gracias a lo cual conoce al abogado Sanginés, quien, además de su profesor y director de tesis, le permite –gracias a sus influencias- el acceso al mundo subterráneo de la prisión de Aragón, en donde permanece recluido –por voluntad propia- Miguel Aparecido, personaje enigmático, contradictorio, y más cercano a Josué de lo que el narrador se imagina durante los primeros encuentros. La etapa de formación concluye con el reencuentro de Cástor y Pólux, a quienes convoca a una reunión el abogado, para sorpresa de Josué. Sorpresa que aumenta cuando le indica a Jericó (que había decidido a qué dedicar el resto de su vida, porque “cuando no sirves de barrendero o de compositor, cuando no puedes escribir un libro o dirigir una película o abrir una puerta o vender unos calcetines, pues te dedicas a la política”) que debe presentarse en el despacho oficial del presidente, don Valentín Pedro Carrera, un cincuentón capaz de hablar “de la novelista Doña Sara Mago o de la filósofa árabe Rabina Tagora”, y que está convencido de que no sólo de pan vive el hombre, “sino de festejos e ilusiones”. Por su parte, Josué deberá incorporarse a trabajar en las oficinas del empresario Max Monroy, uno de los hombres más influyentes del país, cuya fortuna económica se incrementó gracias a la inversión en el ámbito de las telecomunicaciones pues “ofreció en un solo paquete teléfono, computadora, vodafonía, O2”. Para el gobernante, estaba claro que “Este país ha vivido siempre en la miseria. Desde siempre, una masa de chingados y encima nosotros una minoría de chingones. Y créeme [...] si queremos que siga todo así, hay que hacerles creer a los jodidos que aunque estén jodidos son más felices que tú y yo”. Mientras que el empresario estaba convencido de que “[...] la vida no es asuntos de partidos o de cronología. Es cuestión de saber qué fuerzas actúan en un momento dado. Buenas o malas. Saber cómo resistirlas, aceptarlas, encausarlas” y que, además, “El mundo global es un mundo tecnoinformativo y el que no se sube a tiempo al tren, va a tener que caminar descalzo y llegar tarde al destino”.

En este entramado de fuerzas –los intereses y la tensión entre un emperador desnudo (a quien “vestimos nosotros. Y luego, cuando le reclamamos que nos la devuelva, el monarca se enoja: la ropa es suya”) y un mercader que comprende que el cambio en México es el paso “de la burguesía dependiente del Estado al Estado dependiente de la burguesía"- es donde Jericó y Josué enfrentan, acaso como metáfora de los mexicanos de carne y hueso, su destino, como llamamos a esa “voluntad disfrazada”. El Génesis nos recuerda que Josué, sucesor de Moisés cruzó el río Jordán para llegar a Jericó, la ciudad amurallada. Aquí ocurre el movimiento contrario: Josué y Jericó son separados por una mujer: Asunta Jordán. El desencuentro será definitivo: Cástor y Pólux terminarán mirándose con los ojos de Caín y Abel. Jericó, arrastrado por la certeza de que “No se construye un país sin acciones implacables". Josué, constatando que “deseamos lo que no tenemos y que al obtenerlo, sólo para nosotros, deseamos dominar lo que tenemos, privarlo de su propia libertad y someterlo a las leyes de nuestra propia ambición”. Desde luego, no hay que olvidar que: “México es un país donde todo sale mal. Por algo celebramos a los derrotados y detestamos a los victoriosos”.

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