jueves, 30 de octubre de 2008

Un marginal metropolitano con aspiraciones

Hacía mucho tiempo que un libro no me conmovía tanto. Hay textos que deslumbran por la claridad de los pensamientos expresados o que sorprenden por el ingenio con que el autor trabaja las palabras; otros son densos y pesados pero al final vale la pena la lectura disciplinada por el hallazgo de alguna perla entre página y página. Pero el Firmin: Adventures of a Metropolitan Lowlife de Sam Savage (Seix Barral, 2008) apeló a mis emociones desde que comencé a hojear el libro. Ello, de ninguna manera implicó el sacrificio de las ideas; al contrario, se nota en la lucidez que es filósofo y buen lector, el creador de esta simpática rata.

Firmin cuenta sus experiencias dentro y fuera de la librería Pembroke, de la plaza Scollay, de Boston, sitio en el que Flo, su madre alcohólica, lo parió junto a una docena de roedores: Sweety, Chuchi, Luweena, Freenie, Mutt, Peewee, Shunt, Pudding, Elvis, Elvina, Humphrey, Honeychild. El drama comienza con trece hijos y solamente doce tetas. Pero el narrador-protagonista se apura a revelarnos que el verdadero conflicto está en la forma quijotesca de habitar el mundo: “La verdad es que nunca he estado bien de la cabeza –dice-. Lo que pasa es que yo no ataco molinos de viento. Hago algo peor: sueño con atacar molinos de viento, estoy deseando atacar molinos de viento y a veces imagino que he atacado molinos de viento.”

Este “personaje inolvidable” -como lo ha llamado Rosa Montero- es el resultado, estético, de llevar al extremo la literalidad de aquellas locuciones populares: eres una rata de biblioteca, devoras libros, tu pasión por la lectura no conoce límites. El nido de Flo había sido fabricado a partir de hojas de libros, que nuestra ratita, un tanto por hambre, un tanto por gusto, se fue comiendo. Y no le bastó tragarse el papel del lecho en que nació, siguió con otros libros hasta provocarse un “desorden obsesivo-compulsivo”, que él mismo califica, en virtud de su intensidad, como amor, “incipiente quizá, pervertido incluso, sin duda no correspondido, pero, así y todo, amor”, un desorden alimenticio que al principio no le permitía saber si se estaba comiendo a Faulkner o a Flaubert, pero que gradualmente se fue educando: “ Me di cuenta, al principio, de que cada libro poseía un sabor distinto –dulce, amargo, agrio, agridulce, rancio, salado, ácido-, y según fue pasando el tiempo y mis sentidos ganaban en agudeza, llegué a captar el sabor de cada página, de cada frase y, finalmente, de cada palabra: todas traían consigo una ordenación de imágenes, representaciones mentales de cosas que yo desconocía por completo, dada mi limitada experiencia del llamado mundo real”. Y así, la lista de títulos y nombres que fueron literal o metafóricamente digeridos en el relato provocan una complicidad inevitable en la medida en que el lector recuerda las obras o aspectos biográficos de los escritores.

Cuando la camada de ratones creció, el 26 de noviembre de 1960 Flo los llevó a conocer el mundo, el territorio del “cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda “, el exterior “pensado para infligirnos un daño mortal, siempre”; sin embargo, y pese a la violencia, el suceso cambió el sentido de la vida de Firmin por otro motivo: descubrió en las paredes del cine Rialto sendos carteles con “dos criaturas casi desnudas y angelicales”. Desde entonces se convirtió en asiduo asistente a las funciones de media noche. La madre y los hermanos dejaron la librería. Él, en cambio, comenzó a explorar todos sus rincones, descubrió lugares cómodos para la lectura, rendijas para espiar al librero, túneles para recorrer la construcción. Fue gracias a la lectura que adquirió el sentido de la catástrofe, descubrió la relación “entre el sabor y la calidad literaria del libro”, cultivó “la delicadeza y la exquisitez” de los sentimientos y se dispuso a superar las incapacidades: a comunicarse con los humanos, en especial con Norman, el propietario de la librería, por quien sentía un “amor no correspondible” y a quien empezó a llevarle regalitos, con el fin de animarlo ante la inminente renovación de la plaza (que incluía el derrumbe del edificio en que estaba la librería). Sin embargo, “los grandes amores se transforman en grandes odios” y el noble sentimiento cambió en un instante: “Ahora [Norman] miraba directamente al techo y durante un buen rato su mirada, negra y sombría, se topó frente a la mía, negra y resplandeciente. Terror e identificación. Luego eché rápidamente la cabeza hacia atrás y me retiré a la oscuridad de entre las vigas, donde permanecía acurrucado, en un tumulto de miedo y delicia. ¡Me ha visto! ¿Qué haría a continuación?” La respuesta fue casi inmediata. Muy pronto Firmin halló unos “gránulos cilíndricos, color verde fluorescente” de olor agradable. “Eran una rara delicia –recuerda-, sabían a una mezcla de queso Velveeta, asfalto caliente y Proust.” El detalle lo lleva a pensar que sí: “era amor, a fin de cuentas.” De este modo, sintiéndose correspondido, “empezó uno de los momentos más felices y más breves de mi vida”, escribe; tan feliz y tan breve como el tiempo que tarda en llegar el desengaño que destruye las ilusiones pero ayuda a salvar la vida.

Decepcionado por Norman y consciente de que “cuando se es pequeñito, no basta con ser un genio”, Firmin sale a la calle dispuesto a comunicarse con otros humanos, usando una frase que había aprendido en un libro de lenguaje para sordomudos. A plena luz del día se coloca frente a una muchacha y con sus garras intenta decirle: “adiós cremallera”. Sobra decir que el contacto no fue afortunado. Se escuchan gritos, la rata corre y finalmente recibe un golpe que provoca en el lector, aunque no sea ecologista, ira e indignación: “No sentía dolor alguno –dice-, pero sabía que iba arrastrando algo muy pesado. Volví la cabeza y vi que tenía la pierna izquierda doblada hacia afuera. No se movía al correr, la llevaba a rastras como un saco.” La vida de Firmin es salvada esta ocasión por el escritor Jerry Magoon, “un individuo de corta estatura, rechoncho, con la cabeza muy grande” que “siempre llevaba el mismo traje azul arrugado” y en cuyas tarjetas de presentación podía leerse “El hombre más listo del mundo. Extraordinario Artista Extraterrestre”, que vivía en el mismo edificio de la librería, a la que llegaba de cuando en cuando y en cuyo interior Firmin había leído El nido, novela escrita por Magoon, donde se relata que los habitantes de Axi 12 llevaban mucho tiempo monitoreando nuestro planeta y deseaban establecer contacto, pero como tenían forma de babosas, decidieron acercarse a la especie dominante de la Tierra, suplantando a las crías terrícolas, para comprender mejor su cultura. Los “axianos protoplásmicamente trasformados” fueron implantados, sólo que por equivocación consideraron que la Rata noruega era la especie dominante y la información recibida en Axi fue la variedad de formas en que la violencia de una especie “despiadada” hacia las ratas. En consecuencia, los de Axi 12 invadieron el planeta para exterminar a los humanos.

En el departamento de Jerry pasaron muchos buenos momentos, bebiendo y charlando. Firmin leía los libros del escritor, a quien esto le causaba gracia. Magoon pensaba mudarse a san Francisco con su nuevo amigo, a quien cariñosamente llamaba Ernie, como apunta el narrador hacia el final: “La vida de las ratas es corta y está llena de dolor; llena de dolor, pero se acaba pronto; y sin embargo se nos antoja larga mientras dura”. El libro de Sam Savage está traducido al español por Ramón Buenaventura y las ilustraciones son de Fernando Krahn.

1 comentario:

  1. Por la forma en que redacto la reseña de este libro me dieron muchas ganas de leerlo ya que todos nosotros como estudiantes de literatura somos unas ratas de biblioteca y tenemos un grado de locura diferente al del resto de la sociedad. Me gusto mucho y en verdad me dieron ganas de leerlo, no me quedare con ellas.

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