jueves, 18 de diciembre de 2008

Hacia ninguna parte

Cuando leí el Preludio hacia ninguna parte de J. A. Sánchez (México, Fondo Editorial Tierra Adentro,2006), volvió a mi cabeza la vieja pregunta: ¿Y yo, por qué no soy poeta? Mi afición por la poesía se dio allá, por los tiempos de mi adolescencia, cuando accidentalmente, me alejé de los libros de texto gratuito para hojear un volumen de poemas que imagino de López Velarde, pero que bien pudo ser de Salvador Novo. No sé por qué insisto en pensar que era del primero si todo lo que recuerdo se orienta hacia la poética del segundo. Lo importante de esto es que frente a la rima y las figuras de dicción, la métrica y las palabras raras que había en los libros de texto, el hallazgo de aquellas páginas encuadernadas rústicamente me reveló la poesía como algo diferente: ante mis ojos se ofrecía una escritura que se tomaba en serio la vida, a sabiendas de que es una broma y al mismo tiempo, se desarrollaba como un juego capaz de mostrar la gravedad de la condición humana. Si la poesía es fresca y suave, pero al mismo tiempo irónica; si fluye e influye; si parece tan espontánea como la profunda inquisidora a lo cotidiano; si suena a una balada, pero es otra cosa, entonces, la poesía se antoja.

Y entonces, ¿por qué no soy poeta? Porque, si bien la Poesía es patrimonio de todos, escribirla es privilegio de unos cuantos. Porque la poesía, como dice Víctor Toledo, es “cantar y pensar”, es “conciencia mayor”, es en fin, “el sentido del sinsentido”. Así, cuando uno escucha el susurro de las musas y resulta que el verso escrito por uno choca con la Otredad que dice un decir semejante, con un lenguaje próximo lleno de coincidencias cósmicas, pero con mejor gusto, con un alcance distinto, con una visión que por ser ajena redefine el horizonte, se impone, en consecuencia, ahorrarle al mundo un gasto innecesario de tinta.
Preludio hacia ninguna parte, ha venido a confirmarme que debo seguir por las calles caminando como peatón y no como poeta, porque la Poesía existe y ya alguien lo dijo: “hacer un poema no es ponerle verbos a lo baril”.

No es gratuito el comentario de Francisco Hernández que circula en internet: “me gusta que J. A. Sánchez sea un poeta de pocas palabras, lo que no es ninguna sorpresa, viniendo sus influencias de quien vienen. Conoce (intuye) bien sus objetivos y sospecha que la madera del corazón es la mejor para fabricar ataúdes, que el humo es comestible entre las dictaduras de las ruinas y que la poesía escurre porque es un reloj de pulsera y una plomada que a la vez es curry. De los caminos propuestos por la joven poesía mexicana, el de ir hacia ninguna parte, sugerido por J. A. Sánchez, es para mí el más honesto y uno de los más lúcidos.” Ni aquel otro que encuentra en las cuatro partes de este libro “un estilo de versificación desenfadado y dúctil, pero de contenido sólido, explosivo por su tremendismo emocional y humor negro”
Desde los paratextos, Preludio hacia ninguna parte (cuatro movimientos) resulta desafiante. Se mezclan a primera vista el prestigio, el reconocimiento social, el ingreso legítimo a la ciudad letrada de la mano de grandes instituciones culturales con una ficha de identificación mínima y el nombre propio reducido a las iniciales. Reconocimiento y fuga, seudoanominato y presentación se mezclan, se amalgaman, se hibridizan, para jugar con un rasgo que García Canclini utiliza, junto con la paradoja, para entender la posmodernidad.
Ilusión
La vida en solo
Está plagada de grises
Que bajo una mirada
Juegan a ser colores.

Y sí, a veces las certezas se pierden. La realidad se salva –aunque suene muy paciano- gracias a la mirada, porque:

La duración de lo prohibido
No es directamente proporcional
Al momento en que la mirada,
Sin ser una réplica de fuego,
Se evapora;


Pero el paraíso, no está en los ojos:

La mirada que proviene de la ilegalidad:
Tierna espina que anuncia
Su ejército de imposibles.

Más aún, parece que el sentido de la vista estorba para llegar profundo.

Necesito arrancarme los ojos
Para ver como se doblegan
Ante tu maldito andar.


El poeta, es entonces el que ve con otros ojos. La poesía es una mirada que se da cuando por algún juego de palabras se quiebra el orden y se abre un tiempo liminal que no puede ser vivido ni rutinariamente, ni como resultado de un proceso institucionalizado. Es como la experiencia del sujeto lírico de “Donde no hay no hubo, donde no hubo no habrá”: “La vi de reojo”, dice y más adelante apunta “como quien llega a desear, / sin querer queriendo, / a la mujer del próximo”. El poeta, ve el mundo “como quien no quiere la cosa” y nos muestra la fascinación de lo otro, de lo ajeno.

Es cierto que la poesía se permite vislumbrar otras posibilidades e incluso, como ha señalado Gabriel Zaíd, desafía al intelecto. (¿Lo dice él o la memoria me traiciona? En fin, con esto de la incertidumbre, ya ni sé). Por ello, algunas características de lo que hoy se considera posmoderno, pueden sondearse en intuiciones escritas en tiempos decididamente premodernos. Pero hay un poema que me parece acertar en el punto clave de las discusiones sobre lo inherente a esta nueva sensibilidad: más allá de las paradojas y los sinsentidos, los no lugares, la incertidumbre: la disolución del tiempo.

Recuerdos

El tiempo se detiene a mi lado
Y exhumo cadáveres
Para humillarme ante ellos.

¿Pero es posible la poesía si nos asumimos posmodernos? Habrá que discutir las condiciones de posibilidad en otro momento, el hecho es que la poesía parece necesaria ahora mismo. Y quien lo intente no debe temer a quienes pontifican que la poesía actual ha de omitir las rimas fáciles como presencia/ausencia o los participios.

martes, 9 de diciembre de 2008

Nudos

El lector reconocerá sin problema las siguientes líneas: “‘La verdadera vida está ausente’. Pero estamos en el mundo. La metafísica surge y se mantiene en esta excusa. Está dirigida hacia la ‘otra parte’, y el ‘otro modo’, y lo ‘otro’”. Se trata, por supuesto, del inicio de Totalidad e infinito, ensayo sobre la exterioridad de Emmanuel Levinas, en la traducción de Daniel E. Guillot. Pero no voy a escribir sobre el filósofo que nació en Lituania en 1906 y murió en París en 1995, ni de su estancia durante la Segunda guerra mundial en un campo de concentración, ni de su filosofía. ¿Y entonces, a qué viene la cita?

Recientemente leí la decena de cuentos de Juan Gerardo Sampedro, que publicó la Universidad de las Américas Puebla, bajo el título de Nudos, el año pasado. Lo primero que llamó mi atención es la forma en que la mirada del escritor selecciona aspectos cotidianos de la realidad –la mirada hacia el espejo, el dolor de cabeza, un accidente, el recuerdo de haber vivido en una determinada calle, los sueños recurrentes- para trascenderlos en un movimiento que desemboca por igual en el humor que en la nostalgia, mientras se hace alarde de dominio en técnicas narrativas y conocimiento de diversas tradiciones que llevan al lector de la polifonía a la minificción, con toques de literatura fantástica. Conforme me acercaba al final del texto, advertí que uno de los temas comunes del libro es el del Otro (mejor aún que la esquizofrenia, como alguien ha dicho).

He ahí la razón de la cita. Los cuentos de Sampedro me llevaron a los días en que leía los textos del filósofo judío que se salvó del exterminio y fue catedrático en Poitiers, París-X-Nanterre y París-IV-Sorbonne, tratando de entender el problema de lo Otro frente al Sí-mismo. La alteridad, siempre irreductible porque el Otro nunca podrá ser subsumido por el Ser pero que tampoco es el No ser. El Otro y lo Otro que nunca podrán ser idéntico al Ser. Otro, que se aproxima, que me concierne, que me re reclama en el cara a cara, que me toma como rehén, pero a quien no se le puede exigir reciprocidad porque hay un desnivel: el Otro es infinito. Lo Otro es desconcertante, incómodo, presente de otro modo que ser. El Otro en sentido radical. Muy distinto –como se ve- del otro yo y de la otredad, como la explica Octavio Paz en la Llama doble (más cercana a la relación Tú-Yo, de Buber).

La diferencia en el tratamiento del tema es evidente: frente al lenguaje filosófico (complicado por la resistencia del Otro a ser predicado con el verbo ser, que no le corresponde), se presenta ameno el lenguaje literario que sirve lo mismo para rendir homenaje que para apuntar hacia el misterio irreductible. Así, por ejemplo, hallamos a dos gemelas obsesionadas con Henry y un ropero, porque “creen que la ropa que uno lleva absorbe la energía de los inexpresados deseos. Y es que esa energía tiende a escabullirse de los roperos si no están casi herméticamente cerrados. Fuera de esos espacios, nadie sería responsable de sus acciones: actúa el Otro”. Pero es más que un desdoblemiento: es el enigma.

En “La memoria de los espejos” se intuye que la otredad desborda a lo mismo, el infinito se abre frente a la totalidad. Un joven periodista de nota roja toma una foto de un espejo, pero al revelar el rollo observa que la impresión no corresponde al negativo. Cada impresión es diferente. “En síntesis, el negativo era el mismo, pero las fotografías variaban”, gracias a lo cual llega a un gran descubrimiento.

Desde luego, en Nudos hay otros motivos temáticos, como el desencuentro y la violencia, la dimensión psicosomática de algunas enfermedades, la vida como una entidad cuyo sentido hay que descubrir o construir. Hay, además, espacio para la crítica de aquellos que “redactan con los pies, alterando la sintaxis, mal informados, sólo para salir del atolladero” y las convicciones puestas en boca de los personajes:
A decir de Julián, la nota roja debe trabajarse con el mismo rigor de todo texto literario. La inventiva y la creatividad son determinantes.

Y como dicen que para muestra un botón, va una minificción que remite, por una parte, al célebre Sueño de la mariposa y los argumentos fantásticos del taoísta Chuang Tzu, y muestra, por otro lado, la búsqueda y el imaginario de un sector de la juventud contemporánea:
En (?) sueños(I)
Me preparé para no soñar nunca más con los vampiros. Esa noche lo logré, sólo que a la mañana, bajo la regadera y ante el espejo, descubrí unas pequeñas marcas, como huellas de ratón, adheridas a mi cuello.

Nudos es un buen compañero de viaje, portátil y ligero como para leer en una sala de espera o tomando un buen café, pero no se agota en el divertimento. Es una invitación a pensar en la alteridad, esa presencia incómoda que nos impele y nos trastorna, que no se deja subsumir por el yo, que trasciende y desborda. En cuanto al autor, nacido en Zacatecas, Zacatecas, consigno lo que han escrito dos reconocidos escritores mexicanos, Guillermo Samperio y Pedro Ángel Palou. Según el primero, es un “escritor que elabora sus textos con meticulosidad, empeño, pero sobre todo con malicia, actitud indispensable en los buenos cuentistas”, y a juicio del segundo, es “uno de los cuentistas más acabados que ha dado nuestro país”.