jueves, 30 de octubre de 2008

Un marginal metropolitano con aspiraciones

Hacía mucho tiempo que un libro no me conmovía tanto. Hay textos que deslumbran por la claridad de los pensamientos expresados o que sorprenden por el ingenio con que el autor trabaja las palabras; otros son densos y pesados pero al final vale la pena la lectura disciplinada por el hallazgo de alguna perla entre página y página. Pero el Firmin: Adventures of a Metropolitan Lowlife de Sam Savage (Seix Barral, 2008) apeló a mis emociones desde que comencé a hojear el libro. Ello, de ninguna manera implicó el sacrificio de las ideas; al contrario, se nota en la lucidez que es filósofo y buen lector, el creador de esta simpática rata.

Firmin cuenta sus experiencias dentro y fuera de la librería Pembroke, de la plaza Scollay, de Boston, sitio en el que Flo, su madre alcohólica, lo parió junto a una docena de roedores: Sweety, Chuchi, Luweena, Freenie, Mutt, Peewee, Shunt, Pudding, Elvis, Elvina, Humphrey, Honeychild. El drama comienza con trece hijos y solamente doce tetas. Pero el narrador-protagonista se apura a revelarnos que el verdadero conflicto está en la forma quijotesca de habitar el mundo: “La verdad es que nunca he estado bien de la cabeza –dice-. Lo que pasa es que yo no ataco molinos de viento. Hago algo peor: sueño con atacar molinos de viento, estoy deseando atacar molinos de viento y a veces imagino que he atacado molinos de viento.”

Este “personaje inolvidable” -como lo ha llamado Rosa Montero- es el resultado, estético, de llevar al extremo la literalidad de aquellas locuciones populares: eres una rata de biblioteca, devoras libros, tu pasión por la lectura no conoce límites. El nido de Flo había sido fabricado a partir de hojas de libros, que nuestra ratita, un tanto por hambre, un tanto por gusto, se fue comiendo. Y no le bastó tragarse el papel del lecho en que nació, siguió con otros libros hasta provocarse un “desorden obsesivo-compulsivo”, que él mismo califica, en virtud de su intensidad, como amor, “incipiente quizá, pervertido incluso, sin duda no correspondido, pero, así y todo, amor”, un desorden alimenticio que al principio no le permitía saber si se estaba comiendo a Faulkner o a Flaubert, pero que gradualmente se fue educando: “ Me di cuenta, al principio, de que cada libro poseía un sabor distinto –dulce, amargo, agrio, agridulce, rancio, salado, ácido-, y según fue pasando el tiempo y mis sentidos ganaban en agudeza, llegué a captar el sabor de cada página, de cada frase y, finalmente, de cada palabra: todas traían consigo una ordenación de imágenes, representaciones mentales de cosas que yo desconocía por completo, dada mi limitada experiencia del llamado mundo real”. Y así, la lista de títulos y nombres que fueron literal o metafóricamente digeridos en el relato provocan una complicidad inevitable en la medida en que el lector recuerda las obras o aspectos biográficos de los escritores.

Cuando la camada de ratones creció, el 26 de noviembre de 1960 Flo los llevó a conocer el mundo, el territorio del “cada cual a lo suyo y sálvese quien pueda “, el exterior “pensado para infligirnos un daño mortal, siempre”; sin embargo, y pese a la violencia, el suceso cambió el sentido de la vida de Firmin por otro motivo: descubrió en las paredes del cine Rialto sendos carteles con “dos criaturas casi desnudas y angelicales”. Desde entonces se convirtió en asiduo asistente a las funciones de media noche. La madre y los hermanos dejaron la librería. Él, en cambio, comenzó a explorar todos sus rincones, descubrió lugares cómodos para la lectura, rendijas para espiar al librero, túneles para recorrer la construcción. Fue gracias a la lectura que adquirió el sentido de la catástrofe, descubrió la relación “entre el sabor y la calidad literaria del libro”, cultivó “la delicadeza y la exquisitez” de los sentimientos y se dispuso a superar las incapacidades: a comunicarse con los humanos, en especial con Norman, el propietario de la librería, por quien sentía un “amor no correspondible” y a quien empezó a llevarle regalitos, con el fin de animarlo ante la inminente renovación de la plaza (que incluía el derrumbe del edificio en que estaba la librería). Sin embargo, “los grandes amores se transforman en grandes odios” y el noble sentimiento cambió en un instante: “Ahora [Norman] miraba directamente al techo y durante un buen rato su mirada, negra y sombría, se topó frente a la mía, negra y resplandeciente. Terror e identificación. Luego eché rápidamente la cabeza hacia atrás y me retiré a la oscuridad de entre las vigas, donde permanecía acurrucado, en un tumulto de miedo y delicia. ¡Me ha visto! ¿Qué haría a continuación?” La respuesta fue casi inmediata. Muy pronto Firmin halló unos “gránulos cilíndricos, color verde fluorescente” de olor agradable. “Eran una rara delicia –recuerda-, sabían a una mezcla de queso Velveeta, asfalto caliente y Proust.” El detalle lo lleva a pensar que sí: “era amor, a fin de cuentas.” De este modo, sintiéndose correspondido, “empezó uno de los momentos más felices y más breves de mi vida”, escribe; tan feliz y tan breve como el tiempo que tarda en llegar el desengaño que destruye las ilusiones pero ayuda a salvar la vida.

Decepcionado por Norman y consciente de que “cuando se es pequeñito, no basta con ser un genio”, Firmin sale a la calle dispuesto a comunicarse con otros humanos, usando una frase que había aprendido en un libro de lenguaje para sordomudos. A plena luz del día se coloca frente a una muchacha y con sus garras intenta decirle: “adiós cremallera”. Sobra decir que el contacto no fue afortunado. Se escuchan gritos, la rata corre y finalmente recibe un golpe que provoca en el lector, aunque no sea ecologista, ira e indignación: “No sentía dolor alguno –dice-, pero sabía que iba arrastrando algo muy pesado. Volví la cabeza y vi que tenía la pierna izquierda doblada hacia afuera. No se movía al correr, la llevaba a rastras como un saco.” La vida de Firmin es salvada esta ocasión por el escritor Jerry Magoon, “un individuo de corta estatura, rechoncho, con la cabeza muy grande” que “siempre llevaba el mismo traje azul arrugado” y en cuyas tarjetas de presentación podía leerse “El hombre más listo del mundo. Extraordinario Artista Extraterrestre”, que vivía en el mismo edificio de la librería, a la que llegaba de cuando en cuando y en cuyo interior Firmin había leído El nido, novela escrita por Magoon, donde se relata que los habitantes de Axi 12 llevaban mucho tiempo monitoreando nuestro planeta y deseaban establecer contacto, pero como tenían forma de babosas, decidieron acercarse a la especie dominante de la Tierra, suplantando a las crías terrícolas, para comprender mejor su cultura. Los “axianos protoplásmicamente trasformados” fueron implantados, sólo que por equivocación consideraron que la Rata noruega era la especie dominante y la información recibida en Axi fue la variedad de formas en que la violencia de una especie “despiadada” hacia las ratas. En consecuencia, los de Axi 12 invadieron el planeta para exterminar a los humanos.

En el departamento de Jerry pasaron muchos buenos momentos, bebiendo y charlando. Firmin leía los libros del escritor, a quien esto le causaba gracia. Magoon pensaba mudarse a san Francisco con su nuevo amigo, a quien cariñosamente llamaba Ernie, como apunta el narrador hacia el final: “La vida de las ratas es corta y está llena de dolor; llena de dolor, pero se acaba pronto; y sin embargo se nos antoja larga mientras dura”. El libro de Sam Savage está traducido al español por Ramón Buenaventura y las ilustraciones son de Fernando Krahn.

jueves, 23 de octubre de 2008

La fugacidad es nuestro destino, la libertad, nuestra ambición

“Hoy, Josué, el gran drama de México es que el crimen ha sustituido al Estado”, dice el abogado Sanginés, asesor de políticos y empresarios, al narrador de La voluntad y la fortuna (México, Alfaguara, 2008). Y continúa con una oración que resume perfectamente el contexto social del universo narrativo en la más reciente novela de Carlos Fuentes: “El Estado desmantelado por la democracia cede hoy su poder al crimen auspiciado por la democracia.” Esta conclusión incendiaria, de un personaje ficticio que creció en una “sociedad [que] era protegida por la corrupción oficial” y que gracias al Cambio se transformó en una sociedad cuya protección está en manos de “los criminales”, sería alarmante si apareciera o apareciese en algún artículo firmado por respetable sociólogo o insigne politóloga, o peor aún si fuera pronunciada por el encorbatado conductor de cierto noticiero nocturno, sin embargo se encuentra perdida entre las 560 páginas de un libro etiquetado como “literatura mexicana” que, huelga decir, pocos comprarán y menos leerán. Después de todo, cualquier parecido con la realidad, lo sabemos, bla, bla, bla.

La voluntad y la fortuna, en fin, es el relato autobiográfico -un tanto íntimo, un poco irónico, sentidamente apocalíptico- que nos comparte “la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México”, perteneciente en vida a Josué Nadal, cuyo apellido real será revelado hacia el final de la novela, y cuya historia, llena de coincidencias y cabos que se van atando a lo largo de tres partes, enmarcadas por un preludio y un epílogo. A los 16 años, el narrador conoce a Jericó (sin apellido), un año mayor que él, con quien traba una gran amistad; juntos proyectan un plan de vida, evitando “la vulgaridad, la estupidez y el enmascaramiento de la pobreza mental mediante la gracejada mortal”. Su curiosidad intelectual es incentivada por el clérigo Filopáter, un filósofo pequeño y ágil, que los llama afectuosamente Cástor y Pólux, y que por sus ideas -reflejo de Baruch Spinoza- terminará de escribano, marginado de su congregación, en la Plaza de Santo Domingo. Los adolescentes comparten lecturas (de San Agustín a Nietzsche), discusiones de café e incluso aventuras en burdeles, siendo una de las más recordadas la de la puta de la abeja tatuada en la nalga, que por caprichos del destino terminará siendo la segunda esposa de Nazario, padre de Errol Esparza –compañero de Josué y Jericó en el colegio de los Presbíteros Católicos-, y se verá implicada en una serie de delitos. Comparten, además, la ausencia de la imagen de una familia, en el sentido tradicional.

Desde luego, y fiel a su costumbre, Carlos Fuentes va amalgamando la historia narrada con su (re)visión literaria de la capital del “país de la traición”, poniendo a buen recaudo algunos detalles del pasado: “En 1910, Madero traicionó a don Porfirio que se creía presidente de por vida. En 1913, Huerta mandó matar a Madero, en 1919, Carranza mandó matar a Zapata. En 1920, Obregón mandó matar a Carranza. En 1928, Calles se hizo el distraído mientras asesinaban a Obregón. Sólo mi general Lázaro Cárdenas acabó con las matanzas”, dice Concepción Antigua, ya muerta. Se acabaron las matanzas, sí, pero comenzaron “los ajusticiados”. En este sentido, la lectura de este texto se disfruta más teniendo en en cuenta La región más transparente (1958), con lo cual se advierte el contraste entre la ciudad de los palacios convertida medio siglo después en la ciudad de los dolores (y los olores), transitando de la polifonía entusiasta de la modernización al silencio apocalíptico del desencanto. Hasta las voces en la calle de Berlín, mencionada en ambas novelas, suenan diferente, lo cual no es extraño, pues la de México es “una ciudad que se empeña en destruirse a sí misma y no lo logra. Cambia mucho, pero no muere nunca. Su fundación es peculiar: una laguna (que ya se secó), una roca (que se convirtió en barrio residencial), un nopal (que sirve para cocinar capeados y rellenos), un águila (especie en extinción) y una serpiente (lo único que sobrevive).”

Llegado el momento de ingresar a la universidad, Josué y Jericó se separan; éste para ir a Europa, aquél, para estudiar Derecho, gracias a lo cual conoce al abogado Sanginés, quien, además de su profesor y director de tesis, le permite –gracias a sus influencias- el acceso al mundo subterráneo de la prisión de Aragón, en donde permanece recluido –por voluntad propia- Miguel Aparecido, personaje enigmático, contradictorio, y más cercano a Josué de lo que el narrador se imagina durante los primeros encuentros. La etapa de formación concluye con el reencuentro de Cástor y Pólux, a quienes convoca a una reunión el abogado, para sorpresa de Josué. Sorpresa que aumenta cuando le indica a Jericó (que había decidido a qué dedicar el resto de su vida, porque “cuando no sirves de barrendero o de compositor, cuando no puedes escribir un libro o dirigir una película o abrir una puerta o vender unos calcetines, pues te dedicas a la política”) que debe presentarse en el despacho oficial del presidente, don Valentín Pedro Carrera, un cincuentón capaz de hablar “de la novelista Doña Sara Mago o de la filósofa árabe Rabina Tagora”, y que está convencido de que no sólo de pan vive el hombre, “sino de festejos e ilusiones”. Por su parte, Josué deberá incorporarse a trabajar en las oficinas del empresario Max Monroy, uno de los hombres más influyentes del país, cuya fortuna económica se incrementó gracias a la inversión en el ámbito de las telecomunicaciones pues “ofreció en un solo paquete teléfono, computadora, vodafonía, O2”. Para el gobernante, estaba claro que “Este país ha vivido siempre en la miseria. Desde siempre, una masa de chingados y encima nosotros una minoría de chingones. Y créeme [...] si queremos que siga todo así, hay que hacerles creer a los jodidos que aunque estén jodidos son más felices que tú y yo”. Mientras que el empresario estaba convencido de que “[...] la vida no es asuntos de partidos o de cronología. Es cuestión de saber qué fuerzas actúan en un momento dado. Buenas o malas. Saber cómo resistirlas, aceptarlas, encausarlas” y que, además, “El mundo global es un mundo tecnoinformativo y el que no se sube a tiempo al tren, va a tener que caminar descalzo y llegar tarde al destino”.

En este entramado de fuerzas –los intereses y la tensión entre un emperador desnudo (a quien “vestimos nosotros. Y luego, cuando le reclamamos que nos la devuelva, el monarca se enoja: la ropa es suya”) y un mercader que comprende que el cambio en México es el paso “de la burguesía dependiente del Estado al Estado dependiente de la burguesía"- es donde Jericó y Josué enfrentan, acaso como metáfora de los mexicanos de carne y hueso, su destino, como llamamos a esa “voluntad disfrazada”. El Génesis nos recuerda que Josué, sucesor de Moisés cruzó el río Jordán para llegar a Jericó, la ciudad amurallada. Aquí ocurre el movimiento contrario: Josué y Jericó son separados por una mujer: Asunta Jordán. El desencuentro será definitivo: Cástor y Pólux terminarán mirándose con los ojos de Caín y Abel. Jericó, arrastrado por la certeza de que “No se construye un país sin acciones implacables". Josué, constatando que “deseamos lo que no tenemos y que al obtenerlo, sólo para nosotros, deseamos dominar lo que tenemos, privarlo de su propia libertad y someterlo a las leyes de nuestra propia ambición”. Desde luego, no hay que olvidar que: “México es un país donde todo sale mal. Por algo celebramos a los derrotados y detestamos a los victoriosos”.

jueves, 16 de octubre de 2008

La absurda brillantez de lo que se ha extraviado

He descendido hasta aquí porque mi vida es vacía.
Raúl Zurita, Las ciudades de Agua.
Decidir si la poesía de Moisés Ramos Rodríguez es apocalíptica o postapocalíptica, depende de los ojos con que el lector se aproxime al poema, o se aprojime al poeta, si se nos permite el cambio de grafía para enfatizar los efectos poéticos e inmediatos de Olvido es nuestro nombre. De lo que no hay duda es de la posibilidad –y casi necesidad- de inscribir esta obra en la tradición que va desde los profetas radicales –como Ezequiel, Daniel y Zacarías- que criticaron los abusos e injusticias del sistema político-económico del lejano Israel, hasta los no tan distantes vanguardistas e irreverentes Huidobro y Lugones, pasando desde luego por el poema canónico de Juan de Patmos y los apócrifos de Henoc, Isaías y otros heterodoxos marginales en cuyas letras sigue latiendo el reclamo incesante hacia quienes se arrogaron lo que a todos pertenecía y lo pervirtieron obnubilados por el poder, o como diría Moisés, no el bíblico, sino nuestro autor, en el canto II:

(Aquellos que) a dentelladas arrancaron la mano del poeta
Los mismos que aplicaron ácido a los ojos del pintor
Temiendo en él al retratista de la alma verdadera.

Y luego:

Son quienes alimentan al siglo aún recién nacido con vómito y estiércol,
Con frutos de magma y la ceniza.
Los que oyeron batir las alas de los ángeles
Los derribaron,
Lo arrojaron sobre esta
Su casa nueva
Una vieja sábana de esterilidad sin calma.
Leo y releo estos versos y me pregunto si señalan a los ilustrados del siglo XVIII o a los idólatras de las ciencias exactas; a los dictadores que han arrebatado con las letras para negarle al pueblo una auténtica democracia; a los tecnócratas, a los docentes que no supieron orientar a generaciones enteras hacia los deleites de la naturaleza mientras se degradaba la tierra, o si constituye una diatriba contra los falsos profetas de la cultura, los funcionarios ineptos que cobran en la nómina de los gobiernos como promotores pero no son sino bestias de dimensiones bíblicas y apellidos cercanos, familiares.

Los palimpsestos o referencias formales hacia las obras de cariz apocalíptico saltan –como se dice- a la vista y al oído. Sonidos de trompeta. Cánticos. Danzas. El Mar muerto, la inamovible Jericó, el Gólgota, nos remiten a la narración de destrucciones anteriores a todo tiempo histórico aunque, lo sabemos, no son ya los mismos paisajes desolados, ni el mismo sentido el que le imprime a las palabras quien ahora toma la voz para contar calamidades. Hasta la sapiencia del Qohelet se ha transformado en “nada nuevo bajo este ocre sol”. Las figuras angélicas y la presencia del anciano recuerda a los instructores y acompañantes de los apocaliptistas durante el éxtasis en que contemplan las visiones que a otros son negadas. Pero esta vez el silencio estremece a quien los contempla: no hay justos ni impíos; ni premio ni castigo. Pasó inadvertido el juicio, si es que lo hubo. No hay nada. (Doble negación que en lingüística a diferencia de la lógica y las matemáticas no implica afirmación, sino el vacío más absoluto). Y en ese marco, los signos como el fuego enredado en el peso de la noche, las lenguas achicharradas, las rocas igneas, las piras, y la ardiente y fresca lava terminan por dar colorido y relieve al instante en que el humus, lo humano, ha sido llevado al límite.

Con estos detalles quedan establecidas las primeras semejanzas del poemario publicado el año pasado al amparo del arcángel San Miguel, quien aparece cada vez que se abre el libro como custodio de las palabras en las páginas. La iconografía del diseño editorial es interesante, no sólo por el contexto en que nos sitúa, sino porque en tanto que el grabado aludido forma parte de la obra como umbral, aporta sentido: El comandante supremo de las huestes celestiales no ha desenfundado la espada para cortarle la cola al diablo, sino que porta en la diestra el madero redentor y en la izquierda, la palma del martirio. Este gesto revela un estado en el que ya no es necesaria la violencia hacia el otro, el enemigo, el maligno, el rebelde que hizo del desacato su forma de existir... ¿Para qué castigar si en ello no va la corrección? Ya el tiempo del exterminio y la purificación ha pasado, pareciera decir quien desde una nube mira hacia el vacío. Lo cual se confirma en el cuanto IV:

“no hay otro infierno / no hay otros ángeles caídos”.

Ya no estamos para batallas inútiles.

Pero no basta con señalar que el texto es presentado como el producto de una experiencia extática reveladora –posible gracias a la contemplación desde fuera del lugar y del tiempo conocido- y que ve en la catástrofe la posibilidad última (y acaso única) de superar una crisis, ya para volver al origen, ya para construir una nueva realidad social, por lo general de orden trascendente. Conviene recordar que los Apocalipsis utilizan también el lenguaje simbólico como mecanismo integrador del discurso crítico, de modo que en la palabra convergen la crisis que se vive, la revisión de la historia criticando a las instituciones y sus prácticas decadentes, así como el proyecto ético o moral que la resolvería, desde la óptica del autor. Así, y en el momento en que nos encontramos, la crisis en que nace el Apocalipsis de Moisés Ramos es la posmodernidad, en la que se dice, atestiguamos la disolución del sujeto, la pérdida de certezas y el fin de la historia lineal, entre otras deconstrucciones. Es aquí, entonces, donde se halla la respuesta la duda inicial. Explico:

La poesía de Moisés Ramos Rodríguez es postapocalíptica desde un horizonte moderno, pues en la sucesión lineal nos coloca en un tiempo de ceniza detrás de la devastación y en medio del caos, cuando la última palabra ha sido pronunciada y no queda “nada que mostrar”, el juicio definitivo se ha ejecutado. Pero leído desde la posmodernidad, Olvido es nuestro nombre goza aún –aunque de poco sirva- del estatus de Apocalipsis pues existe una profunda crisis de la verdad que impide “establecer una línea entre uno y otro ángel abrasado”, el tiempo ha dejado de ser sucesivo para devenir eterno presente “Y sin futuro”, el final ha sucedido sin que nos diéramos cuenta.
No hay escape
Todo ha pasado
Desde hace siglos...
Y más adelante,

Todo ha pasado hace siglos:
Ni ayer ni porvenir
Sólo estar hoy petrificados

La modernidad desacralizó el mundo y la posmodernidad aún no nos ha devuelto las alas. En cuanto al éthos -pues de los causantes del deterioro del mundo ya se hablado- las relaciones sociohumanas no pueden ya fundarse en máximas reveladas ni razonamientos consensuados. Si algo puede enfrentarnos al otro, ponernos cara a cara, es, curiosamente, lo negado. Todo pasó, sí. Pero aquí estamos. Y todavía “Chillidos de gastritis y de flatos / rozar de lenguas como lijas / es lo que el difunto vecino oye sobre nuestro cuerpo”. Somos bruma, ceniza bajo un cielo negro. Permanecemos sin embargo, sin saber si “¿Ángeles aún han de llamarnos?”. Pero estamos (al menos como ilusión).

El desencanto estremecedor y conmovedor en las páginas de Olvido es nuestro nombre resulta natural, pues un Apocalipsis contemporáneo basado en la experiencia de que se nace solo, se muere solo, se vive solo, se sobrevive a si mismo en una soledad tan cruel como inevitable no podría apuntar hacia la ingenuidad inocente del tiempo antes del tiempo, sino a la conciencia de que los remedios son imposibles. Se agradece, por tanto, a Moisés, además de la generosidad y la sinceridad de su poesía con la que cultiva este “placer apocalíptico” del que Rafael Argullol ha señalado que es indispensable para algunos que no podríamos vivir sin la experiencia literaria del final. Pero sobre todo se agradece que al situarnos en un momento posterior a la catástrofe ocurrida “decenas de cientos de siglos hace” -con lo cual nos revela la historia rota, la existencia de la humanidad dislocada, frágil y fragmentada-, nos salve al final, con sus versos, del odio y la violencia. No hay necesidad de degollar a los soberbios y los infames, ni vale la pena probar virtudes en el crisol. Sólo nos queda atestiguar que todo es nada y viceversa, porque “Olvido es nuestro nombre / Olvido el apellido nuestro”.

viernes, 3 de octubre de 2008

La defensa del Quinto Sol

Finalmente no impartí clases de Historia de México este semestre. Fue algo circunstancial. Sin embargo, no deja de interesarme la “revisión del pasado”, la construcción y el análisis de un discurso coherente que integra una serie de factores, actores y acontecimientos seleccionados de manera más o menos arbitraria y de tal modo que permitan establecer un modelo de interpretación que funcione como referencia para el entendimiento del entramado social, económico y político: un ejercicio de lógica e imaginación.

En este contexto, ha sido agradable leer el Cuauhtémoc (Planeta, México, 2008) de Pedro Ángel Palou, una novela de esas que vale la pena tener a la mano cuando uno viaja en avión alrededor del mundo, en los momentos en que uno se pregunta si por casualidad el ayer tiene algo que ver con el hoy, o cuando uno posee la firme convicción de que en momentos de crisis muchas cosas pueden perderse, excepto la dignidad. Si hubiera impartido la materia, no habría dudado en recomendar a mis alumnos la lectura de este texto, que forma parte –junto con Zapata y Morelos- de una indagación literaria en torno a los orígenes de eso que llamamos México.



Esta vez le toca a Ocuilin, un enano huasteco, bufón, paje, criado, narrar el pasado para mostrarnos al protagonista ausente: un personaje difícil que hacia el final de la vida atestigua el fracaso, fatalidad del destino: "[c]omo sacerdote sabía que era necesario acatar la voluntad de los dioses, como emperador el bien de sus súbditos había buscado sin éxito, y como guerrero ya preso no servía de mucho". Una voz narrativa muy culta para ser la de un indígena cuyo pueblo ha sido aniquilado –dirán de inmediato los críticos-, poco creíble para quienes esperan la visión del marginado. Desde luego que no es la voz del Otro, el eco de las naciones originarias subyugadas, el punto de vista de aquel a quien le ha sido arrebatada la palabra. No. Son la cultura y la elocuencia de Palou las que se evidencian en el texto. Pero el escollo se salva hábilmente: Ocuilin, cuyo testimonio "fiel a la memoria" tiene en sus manos el lector, se confiesa viejo, alfabetizado, cercano primero a Cuauhtémoc, y luego a los letrados venidos del otro lado del mar, pero con una diferencia que le permite sostener lo que otros no han dicho: “No escribo esto –afirma el nativo-, como tantos otros, para obtener falsas dádivas de la Corona o de capitán alguno. Lo hago para que quede memoria, recuerdo.”

Esta irreverencia, la desmitificación constante sustentada en documentos y el ejercicio narrativo siempre distinto en cada novela, son en conjunto como una firma de Pedro Ángel. Palou es un autor prolífico, pero no le gusta repetirse: libro tras libro el escritor se reinventa. A tal grado se diferencia la voz en cada obra que pudiera firmar los diversos títulos con un nombre diferente, sin embargo, además de lo que aquí he apuntado como el signum del poblano, habrá que consignar las obsesiones literarias que se filtran, en prácticamente todo lo que ha publicado hasta la fecha: el dolor, la escritura y la memoria. ¿Cómo olvidar a Andrés evocando a Mónica en Qliphot: "no soporta la punzada de este recuerdo. Entonces la escribe"? ¿Cómo no recordar a Maia, contando para comprender la trágica historia de dolor y pérdida de Adriana Yorgatos en Casa de la Magnolia? ¿Cómo no pensar en el cuaderno del Baby Sifuentes? Cuauhtémoc no es la excepción. Sirvan las siguientes citas para confirmar la combinación de dolor extremo con la necesidad de recurrir a las letras para luchar contra el olvido:

"El suelo con sangre, los dioses decapitados, y las calles usurpadas por gente que no viene de los templos."

“No puede haber muerte después de la muerte, ni dolor más punzante que el dolor. ¿Cómo salvar algo, una pluma de quetzal o un último pedazo de carne en medio de lo que se ha perdido?”

*
"No empecé a escribir estos folios del infortunio por gusto."

"Aunque las palabras de la lengua de ustedes, lo sé ahora, sirvan sólo para engañar y para mentir y herir, como macanas filosas llenas de puntas de obsidiana sus palabras.”

*
"Es mi memoria rota y maltrecha sólo escrita para desmentir a los perros que me han antecedido en sus recuerdos y han dicho cosas muy falsas y oscuras"

"Hasta las victorias son de otros. Por eso escribí esto, porque es de lo único que soy dueño yo, de mi memoria. De mis recuerditos que tampoco sirven cuando se está viejo y enfermo.”

¿No es la muerte también el olvido?

*
Sobra decir que estas obsesiones, dolor, escritura y memoria, están estrechamente ligadas:

“Lo único que nos queda es la memoria, razón que me ha bastado para escribir estas fojas hechas de su materia, de retazos de memoria que poco me alegran. Siempre, como ahora que escribo, me llenaban de tristeza, me llevan a las lágrimas, me crispan de rabia y me incitan a la furia y a la acción.”

Y ya para terminar, apuntaré también que el libro viene acompañado por un Dramatis personae, una cronología, cuatro mapas, una constancia de hechos y una bibliografía muy útil para seguir buscando a Cuauhtémoc.