viernes, 29 de enero de 2010

Algunas notas sobre eso que llamamos cuentos


1. El cuento

 
El cuento nos envuelve. Desde niños aprendimos a ver la vida como una narración caleidoscópica en la que se han integrado infinidad de historias contadas. Caperucita roja, los tres cochinitos, las respuestas al "¿por qué?" de la infancia, los reyes magos o el conejo de Pascua, la ciudad mítica que habitaron los abuelos, las anécdotas escolares, el intercambio de ideas con los amigos, las aventuras vividas, los sueños a realizar... Parece existir una vocación universal a llevar cuentas, a salvar la memoria, a interpretar el mundo y darle forma con las palabras. Vivir para contar –o contando- es la mejor forma de habitar el planeta. El cuento no se puede definir porque brota de la sospecha que hay algo que decir. Algo enigmático. Algo que requiere un vehículo eficaz de expresión. Algo lleno de significados. Algo que revela bellamente la grandeza y la miseria de ser humano. El cuento acompaña la historia de la humanidad. Como dijera el escritor argentino Mempo Giardinelli:

 
Es la indefinición eterna lo que constituye el sabor precioso y sostenido del cuento. Su razón de ser, el gusto, el placer que continúa brindando y su inmoralidad, pueden comentarse, pero no explicarse ni mucho menos definirse. El hombre y la mujer, su historia misma, son un cuento a contar: que se viene contando desde hace milenios; que se cuenta cada día; que no se termina jamás de contar. Un verdadero y exacto cuento de no acabar. Un movimiento perpetuo.

 
Sin embargo, y pese a ser indefinible, el cuento parece tener una serie de características como la transformación de la situación inicial en otra mediante una serie de acciones que son propuestas para un tiempo de lectura relativamente breve. Generalmente se concentra en un asunto; puede ser cualquiera. No se sujeta a reglas: se requiere astucia tanto en el que escribe como en el que lee. Requiere un pacto de imaginación. Debe ser intenso. Los personajes se reducen al mínimo. El final es al mismo tiempo inesperado y coherente con el principio. Importa la forma tanto como el contenido. Y aunque el cuento es necesariamente ficticio contribuye a la comprensión de la vida.

 

2. El cuento en México


 
Si bien, el cuento acompaña a la humanidad porque es una forma de habitar el mundo: de conocerlo, compartirlo e interpretarlo. Histórica y geográficamente este género literario asume ciertas formas condicionadas por el tiempo y el espacio en que se produce. Hablar del cuento en México es referirse a una producción abundante. Para una revisión rápida del cuento sólo en el siglo pasado, recurro al ensayo de Lauro Zavala, El cuento mexicano contemporáneo, publicado por la revista Tierra Adentro.

 
En este texto del catedrático de la UAM se ofrecen una serie de características presentes en la narrativa reciente, concretamente en el cuento del último cuarto de siglo, a saber: se «ha adoptado un tono donde se combinan el humor, la ironía, la experimentación con los géneros narrativos tradicionales y una refrescante tendencia hacia la concisión extremas».

 
Para comprender cómo se ha llegado a esta escritura, él distingue tres etapas de producción o estéticas fundamentales a las que denomina el cuento clásico (1920), el cuento moderno (1950) y el cuento posmoderno (1970). Con lo cual propone, si mal no entiendo, una dialéctica de la creación donde habría un modelo clásico, al que se opone el cuento moderno y una superación de contradicciones en el cuento posmoderno. Veamos:

 
El cuento clásico, frecuentemente trabajado en talleres literarios y muy difundido es cercano a la crónica y no pocas veces ofrece testimonios y vivencias. Su estructura es relativamente simple:

 
Un cuento literario de carácter clásico es una narración breve donde se cuentan dos historias de manera simultánea creando una tensión narrativa que permite organizar estructuralmente el tiempo de manera condensada y focalizar la atención de manera intensa sobre espacios, objetos, personajes y situaciones.

 
Obviamente, en este tipo de cuentos es importante ubicar los acontecimientos en el tiempo y el espacio. En esta categoría podrían incluirse como ejemplo los cuentos de la revolución.

 
El cuento moderno estaría representado por escritores como Carlos Fuentes, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Juan Rulfo y Juan José Arreola. Según Zavala:

 
El cuento literario de carácter moderno (también llamado relato) se caracteriza por la multiplicación, la neutralización o el carácter implícito de la epifanía, así como una asincronía deliberada entre la secuencia de los hechos narrados (historia) y la presentación de estos hechos en el texto (discurso). La segunda historia permanece implícita, y el texto requiere una lectura entre líneas o varias lecturas irónicas.

 
Por epifanía, Zavala entiende la aparición, al final del cuento, de una historia subterránea que ha corrido paralela a otra visible desde el comienzo.

 
Finalmente, el cuento posmoderno, producido después de 1967, permite la superación de la oposición entre clásico y moderno a través del humor y la ironía; los juegos de lenguaje y la experimentación con diversos géneros literarios.

 
En el relato llamado posmoderno hay una coexistencia de elementos clásicos y modernos en el interior del texto, lo cual le confiere un carácter paradójico. Las dos historias pueden ser sustituidas por dos géneros del discurso (lo cual define una escritura híbrida) y el final cumple una función de un simulacro, ya sea un simulacro de epifanía (posmodernidad narrativamente propositiva) o un simulacro de neutralización de la epifanía (posmodernidad narrativamente escéptica).

 
Actualmente, quienes escriben cuento prefieren las formas del cuento posmoderno. Veamos un par de ejemplos: Escribir un cuento no es ponerle verbos a lo baril de Guillermo Carrera y Los viejos de María del Rayo Ortiz. En el primero observamos cómo la narración de una historia permite sintetizar una poética del cuento; en el segundo se invita al lector a construir una historia revelándole al final otra. Lo cual viene a confirmar la tesis de Zavala:

 
Existen claramente definidos dos rasgos comunes en la escritura del cuento mexicano reciente: la crónica de la vida citadina urbana (en particular la presencia ubicua del erotismo, la perspectiva de las mujeres y la conciencia de problemas sociales), y la experimentación con diversos juegos del lenguaje, entre los cuales está la creación de géneros híbridos (en los que se mezcla el cuento tradicional con otras formas de escritura).

 
Otras formas de escritura contemporánea son la fantástica –donde lo inverosímil se realiza- la del absurdo –donde todo y nada puede ocurrir- y la intertextual que evoca otros relatos para ampliar las posibilidades de interpretación. La ciencia ficción y la literatura de vampiros sigue cobrando fuerza. Las mujeres publican cada vez más, aunque su participación es relativamente menor que la de los hombres. Internet ha abierto una nueva puerta para la lectura y escritura de cuentos, habrá que preguntarse si a este producto virtual se le puede llamar ya Literatura.

 
Domina el lenguaje irreverente. Salvo excepciones, hay un gran interés por historias urbanas, cosmopolitas. Se juega con los narradores y el tiempo de conjugación de los verbos: lo mismo hay relatos en presente que en futuro. La sexualidad se muestra explícita, como el alcoholismo y la drogadicción incorporados a la telaraña de la vida. La ironía se ha vuelto una manera de mostrar las contradicciones de la vida. Los problemas sociales como la corrupción política, la migración y los desplazamientos poblacionales, los asesinatos de hombres y mujeres –como ciudad Juárez-, el desempleo y otros no han sido suficientemente trabajados por los cuentistas.

miércoles, 27 de enero de 2010

Del pesimismo alegre al suicidio consumado


Con una prosa llena de buen humor e ironía, Henri Rorda escribió su último libro, al que le hubiera gustado nombrar Pesimismo alegre. Tal título fue desechado por razones comerciales y personales, según explica en la introducción: se trata de una expresión confusa, podría generar incomprensión o hacer vacilar a los posibles compradores, además de que le exigiría al autor esmerarse demasiado para que el contenido le correspondiera. Así pues, consideró más atractivo llamarlo Mi suicidio, porque "el público tiene una afición muy pronunciada por el melodrama."(8) El ejemplar que tengo en mi librero es una traducción de Miguel Rubio publicada por Trama editores, en su bellísima colección Largo recorrido (Madrid, 2004). Rorda era, para decirlo con sus palabras, "un jugador que no pediría otra cosa que continuar jugando" (53), pero que no estaba dispuesto a continuar en la vida/juego por no seguir las reglas. En noviembre de 1925, puso fin a su existencia, habiendo dejado por escrito sus razones.

El tono irónico está presente a lo largo del medio centenar de páginas. Comenta, por ejemplo, que le gustaría que el suicidio representara algún beneficio para sus acreedores, que ha pensado ver al dueño de "El gran Café" y proponerle que anuncia una conferencia sobre el suicido, incluyendo con letras grandes: "El conferenciante se suicidará al final de su conferencia". Sugiere precios y apunta: "Estoy seguro que tendremos mucho público." (9) Pero lo detiene –afirma- el pensar en la mancha que dejaría en el establecimiento o la posible intromisión de la policía. ¿Pero qué lleva a un profesor de matemáticas que ha escrito diversos ensayos de carácter pedagógico y filosófico a tomar una decisión extrema? La respuesta es en principio muy simple: "si permaneciera en la tierra, no tendría la vida fácil que tanto me tienta" (11), dice. "Mi sueño de una vida fácil no es un sueño irrealizable" (13), agrega. Y sostiene que sus mentores haberle hablado "de otra manera" antes de extenderse en una disertación sobre "la necesidad de consumir". El deseo se mueve entre la utopía del progreso y la fatiga propia del trabajo. La sociedad futura "en la que todos los días contáramos con muchas horas para amar, para gozar del propio cuerpo y para divertirnos con nuestra inteligencia" (15-16) es un sueño absurdo. Y aquí el reproche a sus maestros –"seres utópicos llenos de generosidad"- que no vieron que "El dinero hace la felicidad." (18) Siguen los ejemplos y las paradojas. Sólo quien tiene suficiente dinero "tiene también tiempo libre para cultivar su 'jardín íntimo'". (18)

Habrá que decir que no es la desesperación económica la causa principal para que un hombre que "gusta el solomillo de corzo y el borgoña viejo", y que sabe "lo adorable que puede ser la poesía, la música y la sonrisa de la mujer" (16) elija la muerte por propia mano. Hay en el discurso un trasfondo moral. Se tiene la sensación de haber vivido mal. En este punto hay una referencia a la integridad socrática. A punto de morir -comenta Rorda- el maestro de Platón recordó que debía un gallo e instruyó a sus discípulos para morir sin asuntos pendientes. Y luego apunta: "Cuando sólo se debe un gallo, es fácil. Pero yo debo mil gallos". La deuda trasciende su dimensión económica: "Y como sé que no tendré bastante energía ni bastante virtud para devolverlos todos, voy a infligirme la pena de muerte." (21)

Pero, ¿cuál es el criterio para asumir que se ha vivido mal? Para el autor –hace unos ochenta y cinco años- estaba claro: "En nuestro mundo de negociantes y de financieros, el hombre normal es aquel que, de día y de noche, no piensa en otra cosa que en dinero." (23) Y en ese contexto, "un profesor que cobra su paga al final de cada mes es con frecuencia un ingenuo que posee una idea absurda de la vida."(22) ¿Era su caso? No. Rorda se sabía dueño de una portentosa inteligencia, sin embargo, confiesa: "el ser delicado que yo soy estaba hecho para gastar aristocráticamente el dinero ganado por los demás." (23)

Éste es el punto en el que el discurso parece llegar al impase. ¿Puede el suicidio –una mala acción- corregir lo que se ha vivido mal? De hecho, la vida es condición de posibilidad para enmendar, para hacer el bien. Rorda lo sabe, pero concluye que la vida es también condición de posibilidad para permanecer en el mal, lo cual resulta más probable:
Me siento inclinado a creer –escribe- que en mi pequeña maquinaria interior hay estropeada, desde hace bastante tiempo, una correa de transmisión; era ésta la que, en su origen, comunicaba al engranaje voluntad el movimiento del engranaje sentimiento.
Mis pensamientos generosos (todavía los tengo algunas veces) no tienen fuerza ni poder para hacerme reaccionar. (31-32)

Por otro lado, influye la edad. Para Rorda lo importante es -en todo caso- contar con "momentos de exaltación y de alegría." (32) Momentos que se pierden con el tiempo y la rutina. Después de treinta y tres años enseñando "reglas y fórmulas inmutables" (38) observa que "el estado no ofrece a quienes instruyen a los escolares ocasión de renovar su tarea y de rejuvenecer de esta manera su pensamiento". (39) No comprende "a esos seres envejecidos, pobres y desdichados que desean por encima de todo durar." (32) Afirma, a los cincuenta y cinco años de vida, que "la vejez no sirve para nada". Y comenta que de haber sido el creador del mundo "hubiera situado el amor al final de la vida. Los seres humanos se habrían visto sostenidos, hasta el final, por una esperanza confusa, pero prodigiosa." (47)


Escribe el libro para explicarse, para protestar contra quienes habrán de juzgarlo tras su muerte. Escribe para quienes habremos de leerlo pasado el tiempo, escribe con placer, porque "a pesar de que se trata de mi Suicidio", dice, "mientras trabajo, mis pensamientos son tan puros como los de un niño." (50) Se dice amante de la vida, pero sabe que "para gozar del espectáculo hay que ocupar una buena butaca." (51)

Soy feliz –escribe- por estar vivo todavía. Quisiera acariciar una vez más los senos de Alicia para no estar solo.
Para no sentir en mi última hora
Que mi corazón se parte;
Para no llorar, para que el hombre muera
Como nació el niño. (52)

Las últimas páginas son conmovedoras, como sólo pueden ser las palabras de un hombre que atestiguó la primera guerra mundial, un profesor de matemáticas, inteligente, lúcido e irónico, que escribe para explicarse, que ama la vida y elige la propia muerte, que exhibe una sensibilidad profunda y apunta: "Me alojaré una bala en el corazón. Seguramente me producirá menos dolor que en la cabeza." (57)

lunes, 25 de enero de 2010

Heterodoxos mexicanos


En este mundo saturado de información, las antologías están llamadas a cumplir una función importante en el acopio, selección, organización y difusión de materiales. Constituir referencias sería uno de sus principales valores, toda vez que las condiciones económicas, espaciales y temporales impiden, en la práctica, que un ciudadano más o menos normal tenga a su disposición la mejor literatura sobre un tema o datos actuales y confiables. Desafortunadamente, no todo lo que se presenta como "antología" es resultado de un trabajo serio. Sé de casos en que se recopilan textos de amigos, compañeros de tertulia y borrachera, se unen a un prologuito lleno de elogios, se empastan y se presentan como el non plus ultra de la literatura regional. Sé también de cosas peores: sirven de ejemplo las "antologías" que incluyen obras por encargo sobre un asunto cualquiera, y terminan siendo "el fruto de una exhaustiva investigación". ¿Y qué decir de aquellas que nacen del "ahí me mandas algo…"?


Por suerte, hay quienes sí toman en serio la investigación y le dedican el tiempo que la elaboración de una antología exige. Y en ese sentido, Heterodoxos mexicanos de Rubén Gallo e Ignacio Padilla (Fondo de Cultura Económica, 2006) es un ejercicio muy interesante. En primer lugar, porque los autores rescatan diez textos del siglo pasado poco difundidos, pero que al mismo tiempo resultan excéntricos, porque rompen con la imagen de ciertos escritores que las historias de la literatura y las biografías había configurado. En segundo, porque en torno a estas letras se establece un diálogo, un intercambio de ideas que devela un panorama poco conocido en nuestra literatura, un cruce de ensayos que discuten los "aspectos raros" de esta muestra. Y, finalmente, porque tanto los textos como la amenidad de los comentarios suscita el deseo de regresar y revisar a los escritores citados, característica ésta que podría convertir las 168 páginas en un instrumento para la promoción de la lectura en la educación media y, quizá también, a nivel superior.

El libro comienza con "Mi amiga la incredulidad" de Martín Luis Guzmán, continúa con "…IU IIIUUU IU…" de Luis Quintanilla y la "Radioconferencia sobre el radio" de Salvador Novo. Aquí, al analizar el humor de Novo que en una frase puede lo mismo criticar que celebrar un hecho, Padilla señala que actualmente hay pocos escritores con ese "sentido del humor y de ese veneno." Y manifiesta que "Destilar veneno en México se hace extraliterariamente, quizá porque hay pocos lectores con el suficiente sentido para apreciar el wit."
La selección continúa con "El polvo mágico" de Federico Sánchez Fogarty y un fragmento de "La inteligencia se impone", artículo para la revista Timón, de José Vasconcelos, donde puede verse lo que el nazismo y el fascismo representaban para el padre de la educación en este país: "Lección provechosa la de Hitler, la de Mussolini, para todos los pueblos hispánicos de América que vivimos aplastados y sin embargo creemos contar con el porvenir. Conviene recogerla: ¡quizás mañana surja quien la aproveche! ¡Romper todas las mafias que estrangulan a la patria, encarnar la voluntad, colectiva, convertirla en elemento creador y enseguida decidirse a cambiar las rutas de la historia! (86)

Pero el cuento que no tiene madre es "La noche de la gallina" de Francisco Tario. Un texto fabuloso, kafkiano, negro, delicioso, estremecedor y póngale, querido lector, todos los adjetivos que se ajusten a lo unheimlich freudiano. Entre los comentarios de Rubén Gallo sobresale que este "es un cuento para vegetarianos". Y explica: "siempre me he burlado de los vegetarianos pero el cuento de Tario me quitó las ganas de comer gallina". Luego vienen "Pérez con alas" de José Revueltas, el "Poema circulatorio de Octavio Paz", "Dacti Dung Baal" de Bárbara Jacobs y "La historia de un gallero infortunado" de El Crack.

Según los autores, "esta antología es como una gran travesura". Pero desde luego es una travesura muy afortunada. No transformará el canon literario, pero el diálogo posibilita nuevas y diferentes lecturas. Veamos: "Pero imagínate que alguien que no conoce México leyera nuestro libro –dice Rubén a Padilla. Se quedaría con la impresión de que vivimos en un país en donde los escritores dan conciertos con sus máquinas de escribir, los pericos usan audífonos, los poetas pasan el día enchufados al radio y cantando las maravillas del cemente. Un país donde los políticos fueron nazis, las gallinas son asesinas, los burócratas padecen tumores botánicos, los cuentistas escriben relatos en "zaum", Octavio Paz habla por teléfono con Yahvé y el Crack publica novelas rurales." A lo que Ignacio responde: "El mundo que surge de esta antología tiene que ver más con la literatura que con México".

Este texto se publicó originalmente en mayo de 2007 en El heraldo de Puebla.