miércoles, 27 de enero de 2010

Del pesimismo alegre al suicidio consumado


Con una prosa llena de buen humor e ironía, Henri Rorda escribió su último libro, al que le hubiera gustado nombrar Pesimismo alegre. Tal título fue desechado por razones comerciales y personales, según explica en la introducción: se trata de una expresión confusa, podría generar incomprensión o hacer vacilar a los posibles compradores, además de que le exigiría al autor esmerarse demasiado para que el contenido le correspondiera. Así pues, consideró más atractivo llamarlo Mi suicidio, porque "el público tiene una afición muy pronunciada por el melodrama."(8) El ejemplar que tengo en mi librero es una traducción de Miguel Rubio publicada por Trama editores, en su bellísima colección Largo recorrido (Madrid, 2004). Rorda era, para decirlo con sus palabras, "un jugador que no pediría otra cosa que continuar jugando" (53), pero que no estaba dispuesto a continuar en la vida/juego por no seguir las reglas. En noviembre de 1925, puso fin a su existencia, habiendo dejado por escrito sus razones.

El tono irónico está presente a lo largo del medio centenar de páginas. Comenta, por ejemplo, que le gustaría que el suicidio representara algún beneficio para sus acreedores, que ha pensado ver al dueño de "El gran Café" y proponerle que anuncia una conferencia sobre el suicido, incluyendo con letras grandes: "El conferenciante se suicidará al final de su conferencia". Sugiere precios y apunta: "Estoy seguro que tendremos mucho público." (9) Pero lo detiene –afirma- el pensar en la mancha que dejaría en el establecimiento o la posible intromisión de la policía. ¿Pero qué lleva a un profesor de matemáticas que ha escrito diversos ensayos de carácter pedagógico y filosófico a tomar una decisión extrema? La respuesta es en principio muy simple: "si permaneciera en la tierra, no tendría la vida fácil que tanto me tienta" (11), dice. "Mi sueño de una vida fácil no es un sueño irrealizable" (13), agrega. Y sostiene que sus mentores haberle hablado "de otra manera" antes de extenderse en una disertación sobre "la necesidad de consumir". El deseo se mueve entre la utopía del progreso y la fatiga propia del trabajo. La sociedad futura "en la que todos los días contáramos con muchas horas para amar, para gozar del propio cuerpo y para divertirnos con nuestra inteligencia" (15-16) es un sueño absurdo. Y aquí el reproche a sus maestros –"seres utópicos llenos de generosidad"- que no vieron que "El dinero hace la felicidad." (18) Siguen los ejemplos y las paradojas. Sólo quien tiene suficiente dinero "tiene también tiempo libre para cultivar su 'jardín íntimo'". (18)

Habrá que decir que no es la desesperación económica la causa principal para que un hombre que "gusta el solomillo de corzo y el borgoña viejo", y que sabe "lo adorable que puede ser la poesía, la música y la sonrisa de la mujer" (16) elija la muerte por propia mano. Hay en el discurso un trasfondo moral. Se tiene la sensación de haber vivido mal. En este punto hay una referencia a la integridad socrática. A punto de morir -comenta Rorda- el maestro de Platón recordó que debía un gallo e instruyó a sus discípulos para morir sin asuntos pendientes. Y luego apunta: "Cuando sólo se debe un gallo, es fácil. Pero yo debo mil gallos". La deuda trasciende su dimensión económica: "Y como sé que no tendré bastante energía ni bastante virtud para devolverlos todos, voy a infligirme la pena de muerte." (21)

Pero, ¿cuál es el criterio para asumir que se ha vivido mal? Para el autor –hace unos ochenta y cinco años- estaba claro: "En nuestro mundo de negociantes y de financieros, el hombre normal es aquel que, de día y de noche, no piensa en otra cosa que en dinero." (23) Y en ese contexto, "un profesor que cobra su paga al final de cada mes es con frecuencia un ingenuo que posee una idea absurda de la vida."(22) ¿Era su caso? No. Rorda se sabía dueño de una portentosa inteligencia, sin embargo, confiesa: "el ser delicado que yo soy estaba hecho para gastar aristocráticamente el dinero ganado por los demás." (23)

Éste es el punto en el que el discurso parece llegar al impase. ¿Puede el suicidio –una mala acción- corregir lo que se ha vivido mal? De hecho, la vida es condición de posibilidad para enmendar, para hacer el bien. Rorda lo sabe, pero concluye que la vida es también condición de posibilidad para permanecer en el mal, lo cual resulta más probable:
Me siento inclinado a creer –escribe- que en mi pequeña maquinaria interior hay estropeada, desde hace bastante tiempo, una correa de transmisión; era ésta la que, en su origen, comunicaba al engranaje voluntad el movimiento del engranaje sentimiento.
Mis pensamientos generosos (todavía los tengo algunas veces) no tienen fuerza ni poder para hacerme reaccionar. (31-32)

Por otro lado, influye la edad. Para Rorda lo importante es -en todo caso- contar con "momentos de exaltación y de alegría." (32) Momentos que se pierden con el tiempo y la rutina. Después de treinta y tres años enseñando "reglas y fórmulas inmutables" (38) observa que "el estado no ofrece a quienes instruyen a los escolares ocasión de renovar su tarea y de rejuvenecer de esta manera su pensamiento". (39) No comprende "a esos seres envejecidos, pobres y desdichados que desean por encima de todo durar." (32) Afirma, a los cincuenta y cinco años de vida, que "la vejez no sirve para nada". Y comenta que de haber sido el creador del mundo "hubiera situado el amor al final de la vida. Los seres humanos se habrían visto sostenidos, hasta el final, por una esperanza confusa, pero prodigiosa." (47)


Escribe el libro para explicarse, para protestar contra quienes habrán de juzgarlo tras su muerte. Escribe para quienes habremos de leerlo pasado el tiempo, escribe con placer, porque "a pesar de que se trata de mi Suicidio", dice, "mientras trabajo, mis pensamientos son tan puros como los de un niño." (50) Se dice amante de la vida, pero sabe que "para gozar del espectáculo hay que ocupar una buena butaca." (51)

Soy feliz –escribe- por estar vivo todavía. Quisiera acariciar una vez más los senos de Alicia para no estar solo.
Para no sentir en mi última hora
Que mi corazón se parte;
Para no llorar, para que el hombre muera
Como nació el niño. (52)

Las últimas páginas son conmovedoras, como sólo pueden ser las palabras de un hombre que atestiguó la primera guerra mundial, un profesor de matemáticas, inteligente, lúcido e irónico, que escribe para explicarse, que ama la vida y elige la propia muerte, que exhibe una sensibilidad profunda y apunta: "Me alojaré una bala en el corazón. Seguramente me producirá menos dolor que en la cabeza." (57)

1 comentario:

  1. Hola Carlos
    Ya hacia mucho que no veia una de tus entradas. Bueno espero leer ese libro, sera uno mas a la lista de espera, ¿tu no tienes lista de espera de libros que quieres leer?
    Anyway, espero que estes bien, aqui seguimos posteandonos.

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