jueves, 15 de abril de 2010

Educación desechable en tiempos líquidos


Se ha convertido en un lugar común aquel quiasmo según el cual estamos en una época de cambios y un cambio de época. Era del vacío. Sociedad postindustrial. Condición postmoderna. Tiempo líquido. Civilización del deseo. Modernidad inacabada. Era neobarroca. Hasta la literatura, la antropología y la ética son ahora posmodernas. En fin, hoy que lo posthumano está in, vale la pena indagar si la educación aún tiene sentido, y bajo qué condiciones. Señala Zygmunt Bauman en Los retos de la educación en la modernidad líquida (Buenos Aires, Gedisa, 2008) que "el cambio actual no es como los cambios en el pasado" o dicho de otra manera: "en ningún otro punto de inflexión de la historia humana los educadores debieron afrontar un desafío estrictamente comparable con el que nos presenta la divisoria de aguas contemporáneas. Sencillamente, nunca antes estuvimos en una situación semejante" (46).

Desde luego, podemos apuntar ya que el problema no es sólo de los educadores. ¿En qué consiste, sin embargo, el desafío actual? En que nos hemos convertido en habitantes de un mundo sobresaturado de información, por un lado, y por otro, en que ya estamos acostumbrados a la comida instantánea y queremos educación instantánea. Más aún, en que el consumismo actual no se mide por la acumulación sino por la capacidad que uno tiene para desechar. Y en consecuencia los jóvenes también quieren educación desechable (actividades de aprendizaje que se tienen a la mano, se usan una vez nada más y… ¡next!). Recuerdo el reclamo de una alumna de licenciatura desilusionada porque tuvo que volver durante el curso a un texto que ya había leído. Podemos lamentar que la re-visión des-ilusione, podemos discutir si la juventud confunde la educación con el entretenimiento, hasta podemos escandalizarnos de que los documentos académicos –trátese de libros o artículos- tengan en muchos casos el mismo estatus del papel higiénico (úsese sólo una vez). También puede apuntarse sólo como anécdota, pero el hecho está ahí. Nuestro entorno, en términos generales, no favorece la construcción del conocimiento ni ayuda a salvar la memoria, le apuesta al olvido. ¿A la idiotez?
No perdamos de vista el contexto. Estamos en tiempo de crisis y lo mejor es asumirlo. Vivimos una situación conflictiva, nos ha tocado un tiempo de juicio y decisión (y acaso como dijera algún místico: estamos en una época de gracia). Y en este marco, parece que a los docentes no nos viene bien ni el desencanto ni el triunfalismo sin fundamento. Lo mejor en todo caso es tomar en serio esta conmoción y prescindir de las salidas fáciles, de los argumentos sacados de la manga, para admitir la posibilidad de construir un mundo mejor (que no el mejor de los mundos), conscientes de la complejidad implicada, asumiendo que el hombre es –como ha dicho Fullat- un proyecto proyectil, y considerando –con Morin- que el ser humano es "individuo-sociedad-especie". Entonces cobrará sentido "entrarle" a la transformación profunda de los presupuestos educativos, en la medida en que nos conciernen sus prácticas, sus estructuras y la cultura. Dicho lo anterior, va la re-visión del mencionado texto Bauman, tan breve como denso.

Primero. Esperar se ha vuelto incómodo, cuando no intolerable. Un síntoma de nuestro tiempo es la simpatía que despierta la fastfood y, otro, los "métodos abreviados" vinculados a las "buenas relaciones" e "influencias". Así, al abordar el Síndrome de la impaciencia, nuestro autor comenta un artículo publicado hace casi una década en el Washington Post por Caroline Meyer sobre productos de comida rápida "que ahorran tiempo y esfuerzo y pueden consumirse instantáneamente sin complicaciones" (19), por un lado, y, señala por otro, que "[e]l emblema de privilegio (tal vez uno de los más poderosos factores de estratificación) es el acceso a los atajos, a los medios que permiten alcanzar la gratificación instantáneamente". (22) Somos, pues, parte de una cultura que sobreestimula el deseo incitando a conseguir los objetos deseados de inmediato, trátese de lo que se trate, right now, sin demora. Frente al tiempo como valor (time is money),

El "síndrome de la impaciencia" transmite el mensaje inverso: el tiempo es un fastidio y una faena, una contrariedad, un desaire a la libertad humana, una amenaza a los derechos humanos y no hay ninguna necesidad ni obligación de sufrir tales molestias de buen grado. (24)

Pero además, esto viene asociado con la idea de que el producto debe estar listo, o casi listo, para consumirse. Esto aleja a la educación –en tanto que producto que consume la sociedad contemporánea- de la idea de proceso. Desde mediados del siglo pasado, empezó a verse como "una cosa que se 'consigue', completa y terminada, o relativamente acabada" (24). Con todo, hace cincuenta años, se esperaba que el conocimiento fuera duradero y en consecuencia, acumulable. Ya no: la idea misma de educación está en jaque:

La capacidad de durar mucho tiempo y servir indefinidamente a su propietario ya no juega a favor de un producto. Se espera que las cosas, como los vínculos, sirvan sólo durante un "lapso determinado" y luego se hagan pedazos; que, cuando –tarde o temprano, pero mejor temprano- hayan agotado su vida útil, sean desechadas. (29)

¿No es a esto a lo que se refieren los pedagogos que se llenan la boca diciendo que "hay que aprender a desaprender" dejando caer anatemas sobre quienes "se resisten al cambio", otros lugares comunes de nuestra época? Frenesí del instante. Consumir y desechar. Vale. "Hoy el conocimiento es una mercancía", nos recuerda Bauman y añade:

el destino de la mercancía es perder valor de mercado velozmente y ser reemplazada por otras versiones "nuevas y mejoradas" que pretenden tener nuevas características diferenciales, tan transitorias como las de los productos que acaban de ser desechados porque ya perdieron su momentáneo poder de seducción. (30)

Segundo. Los cambios siempre han existido pero ahora se han acelerado revelando cierta "naturaleza errática y esencialmente imprescindible". (31) Habitamos un mundo volátil donde las transformaciones son tan vertiginosas y sucesivas que "toma[n] constantemente por sorpresa hasta a las personas 'Mejor informadas'". (32) ¿Y tú, lector, caducas o expiras?. La consigna es innovar o morir. La deconstrucción es cool. No es extraño entonces que en esta lógica la experiencia genere desconfianza, toda vez que "el aprendizaje está condenado a ser una búsqueda interminable de objetos siempre esquivos que, para colmo, tienen la desagradable y enloquecedora costumbre de evaporarse o perder su brillo en el momento en que se alcanzan". (33)

Tercero. Y entonces, ¿para qué la memoria si podemos almacenar en el chip de un teléfono celular los datos que antes solían memorizarse? ¿Para qué recordar si basta un clic para hallar datos y sugerencias en la red? Desde luego, no es una cuestión sólo tecnológica:

esto va en contra de la esencia de todo lo que representaron el aprendizaje y la educación a lo largo de la mayor parte de su historia. Después de todo, el aprendizaje y la educación fueron creados a la medida de un mundo que era duradero, esperaba continuar siendo duradero y apuntaba a hacerse aún más duradero de lo que había sido hasta entonces. (36)

La memoria parece ya innecesaria, casi en desuso. La mutabilidad de las estructuras multiplica la información descartando modelos conceptuales anteriores, por un lado, y por otro, se alimenta el engaño que supone que el acceso a datos recientes implica tener conocimientos actuales. ¿Vale más una ocurrencia educativa que un proceso que se nutra de la experiencia?, me pregunto y sigo leyendo a Bauman: hacen falta ideas insólitas, proyectos excepcionales nunca antes sugeridos por otros y, sobre todo, la gatuna propensión a marchar solitariamente por caminos propios. (40) En fin, quedan abiertas las preguntas que esbocé al inicio: ¿La educación aún tiene sentido?, y en caso de respuesta afirmativa, ¿bajo qué condiciones? Lo que ha quedado claro, me parece, es la magnitud del desafío que implican el síndrome de la impaciencia, el cambio errático e imprescindible, la cultura del olvido (y el olvido de la cultura).