martes, 18 de octubre de 2011

Una ancestral sicalipsis

Si lo esencial del paraíso aún pervive, tiene su lugar en el cuerpo. Por eso, cuando las utopías se derrumban “duelen las manos, los labios, la piel y la sangre destruidos / duele el vacío [...]” (48) Sólo en el cuerpo y desde el cuerpo la trascendencia tiene sentido, porque es en nuestra experiencia que el entorno deviene mundo y gracias a la verbalización el universo se organiza, de modo que el sol puede salir todas las mañanas por el oriente (si hemos de confiar en nuestros sentidos), o bien, la tierra girar alrededor del sol (como afirman los geógrafos). Somos el paso necesario entre el caos y el cosmos: el gozne que articula la nada original (a las que remite el Génesis) y el equilibrio perfecto representado por el Edén. Somos sujetos de una ancestral nostalgia que incita al viaje. Por ello, toda expedición hacia el paraíso entraña la posibilidad del encuentro con la alteridad y con uno mismo.
 
Estas son las primeras ideas que vienen a mi mente durante la lectura de En busca del paraíso de Salvador Viveros Aguilera (México: Siena Editores, 2011). Texto poético dividido en cuatro partes: “Zafiros errantes”, “En busca del paraíso” que da título al libro, “Once sonetos” y “La memoria es eterna”. Se trata, en cierto modo, de un cuaderno de viaje donde se escucha una voz lírica madura que canta a la vida delante de un dios que muta, entre muchos otros dioses latentes; un dios vasto y deletreado que también viaja... Una bitácora, pues, que da testimonio del periplo íntimo poblado de imágenes que evocan -mezcladas con el ritmo- la contemplación de una noche de luna llena reflejada en el mar: luz que vuelve y busca el origen.
Si en los huertos
que circundan
sus caderas
germino,
el viaje a tus raíces emprendo (58)

Y luego,
Si nuestras almas
y cuerpos hirvientes
se atrincheran,
al sol del paraíso
me entrego. (62)

 Se trata también de un diario/diálogo donde el erotismo se anuncia tímidamente al inicio para reverberar impúdico tras el encuentro de las musas que gustan –desde luego- de la música sinfónica. Así, entre las páginas del poemario descubrimos al espíritu alerta que presiente y se delecta complacido, dando paso al escarceo: juego de manos. Leve caricia, suave contacto. Alboroto de ganas. Acceso a la tierra prometida. Deseo en acción. Puro acto/ acto puro.

Mi cuerpo vuela en alas de tu cuerpo,

tu cuerpo y mi cuerpo entrelazados

en una fiera lucha de titanes,

teniendo los mismos labios,

la misma luz, los mismos ojos,

la misma garra en coro de rugidos,
la misma respiración portentosa,

el mismo lenguaje sudoroso,

el mismo palpitar del alma sanguínea.

Tu tesoro hundido en la voz de mi sangre.
Tu gran orgasmo bebiendo la semilla

en el bosque de mi entraña nacida. (72)

 Pero no se piense que En busca del paraíso es la confesión inoportuna de un alma cachonda y de sobra acalorada. Es cierto que el lector atestigua entre versos “una explosión [de] placer regándose / en los sagrados altares de[l] alma” ya que el cuerpo amado se exhibe y se ofrece generoso en aromas y delicias hasta quedar saciado con “sorbos de cielo”. Es cierto que podemos imaginar a Adán a sabiendas de que no es Adán y a Eva seguros de que su nombre no es Eva, entregados devotamente a sus afanes y a sus más primitivos antojos: Él sumergido “en el venero de sus raudales”, ella, deleitosa, “terso fuego”. Ambos “el mismo pez de una ola poderosa” bregando hasta culminar el instante.

No es el Eros –de suyo abundante- lo que sostiene e integra el poemario haciéndolo intenso.
No es la parte emotiva del yo que se confiesa humilde o presume soberbio lo que da fuerza a los versos.
No es la búsqueda de efectos, sino el trabajo del lenguaje en donde reside el mérito de este libro.

Si nos pusiéramos académicos –y no vamos a hacerlo- tendríamos que recorrer los diversos niveles del poema para identificar de inmediato algunas rimas disimuladas con el atrevido uso de adverbios en mente. Habría que consignar –con excepción de la tercera parte- la soltura con que se utiliza el verso libre mezclada con una proclividad por el uso de las proparoxítonas, esas palabras que tanto coplacen a García Márquez y entre las que figuran: el tráfago, los párpados y las luciérnagas; las fábulas pálida y nítidas, los néctares, pétalos y sarcófagos; pájaros, árboles y donde no podían faltar los ósculos cálidos, el vértigo y la cópula en una gélida oscuridad.

Luego, en el nivel morfosintáctico tendríamos que consignar algún hipérbaton y subrayar el dominio de las comúnmente llamadas figuras de construcción, amén de las figuras de palabras con abundantes casos de repetición, verbi gratia:

verbos que se yerguen en la selva de las palabras,

versos que vienen del mar de la melancolía. (21)

Ejemplos, estos, que confirman como para muestra basta una paronomasia.

En el tercer momento del análisis deberíamos entretenernos en aspectos léxico-semánticos. Y aquí el vocabulario da para mucho pues hunde sus raíces profundamente en la vieja cultura judeocristiana. Sería pertinente consignar algunos símbolos como la montaña y el fuego inherentes a la revelación mosaica, trasladados a la geografía femenina, sitio de la Epifanía que se canta en estos versos. O como el bosque y la noche oscura, con que los místicos refirieron los estados del alma. Sin embargo, Salvador Viveros no pretende continuar una vetusta tradición. En todo caso, la suya sería la historia sagrada contada desde una “pasión pagana”, visión herética del sujeto que llega “al crucigrama germinal de la ciudad [...] / buscando las alas escondidas del aire” (28), desde la conciencia del hombre que “en el centro de este agujero de mil voces” descubre a la Gran Diosa.

Finalmente tendríamos que proponer, como resultado de la aplicación de este método de lectura tan difundido en las escuelas gracias a los libros de texto, a manera de conclusión, nuestra interpretación sobre el sentido del poema. Y terminaríamos seguramente diciendo que En busca del paraíso es un texto poético que esboza un recorrido emotivo (en el sentido en que el emisor com-parte su hallazgos) mediante estructuras poéticas (ya que es fácil advertir que el mensaje ha sido trabajado con pretensiones artísticas). No sin antes apuntar que en la primera parte se insinúa el deseo, en la segunda explota, y para la tercera parte se le busca forma (un intento que no atrapa del todo la intensidad poética) para llegar, en la última parte, a la conciencia de que el gran privilegio del Dios que puso a Adán y Eva en el relato no es otro que el de la Palabra inaugural: aquella expresión latina que inicia con el Fiat. Desde luego, no podría faltar algún poema, cuyo análisis detallado debiera añadirse a modo de apéndice y que bien pudiera ser, de “Zafiros errantes”, el que a continuación se transcribe.

Con sus cortinas de cristal la luz sonríe,

el agua absorbe el canto de sus cirios,

en el fondo se debaten humeantes
los tenues espectros destruidos.

Uno tras otro caen los aros del sol
esgrimiendo espirales de bramante

amparados en los peces de la brisa

acumulados en sus vísceras:

extrañas joyas de luz mensajera

purificadas en su casta intensidad.
El acezante molusco con sus hojas rema,

las olas empujan el suicidio de la espuma;

burbujeantes labios ahogados en la arena,

embalsamados en sarcófagos de sal. (25)


Cae la lluvia de pájaros de vidrio,

cae la luz quemada en la hojarasca del agua,
caen los espectros rotos en el espejo,

caen los arcoíris partidos por la niebla,

caen las lenguas de fuego del acaso,
caen jardines, bosques, valles y nevados,
caen las cenizas de los hornos crematorios,

caen los muertos que en el cielo nacen,

caen los dioses destruidos por alas de acero,

caen las hojas de las urbes de mis sueños.

Incendiada por sus propios escombros
la tormenta en un viejo ramaje de palabras,

suaves suspiros pasan su marcha,

arde la arena en sus besos circulares,

enamora a su callada melodía porosa,

la danza de pingüinos es el flirteo,

los dédalos del sol penetran el mundo.


La liturgia se detiene a la orilla del cansancio,

su cuerpo descansa en el centro del hartazgo,

cae en el regazo marino disipando sus incendios,

el mar la exprime con sus jaspeadas manos,

la calma se adueña de la inmensidad. (25-26)
Un poema que sin duda parece más apocalíptico que genésico, aunque con la plena conciencia de que la esperanza se difunde, más adelante “en la luz del universo” (27).
Pero como ya dije que no vamos a ponernos académicos, habrá que proponerle a los editores que incluyan al pie de cada página, antes del colofón, un botón como el de Facebook con la leyenda “Compartir” o por lo menos un “Me gusta”, para que de inmediato nuestros contactos se enteren de la recomendación. Mientras eso sucede, confesaré que la lectura de este poemario resultó altamente gratificante: El libro me gusta. Y ya lo iremos pasando de mano en mano, para que llegue a los lectores que, sin duda, esperan ya el feliz encuentro.