A Miguel Ángel Mendez Rojas,
amigo de la nanotecnología
Leo el Prólogo de Miguel Ángel Méndez Rojas
al libro de Ricardo Quitt, Al toro por la
ciencia. Against the bull by Science (Bloomington: Palibrio, 2012) y me
distraigo pensando: Si lo que necesitamos para superar la desigualdad y la
violencia social es una república amorosa –como cierto político sugiere- ésta tendrá
que construirse a través de acciones amorosas concretas, tangibles,
verificables, que nos descubran la otredad
como maravilla (siguiendo a Octavio Paz) o nos muestren la alteridad como un límite ético (pensando en Levinas); pero no sólo
mediante la promulgación de un ideario o un canon deontológico. El amor deja
huella cuando existe.
Pero, ¿a qué obedece esta digresión que
demora mi lectura? Miguel Ángel dice que su amistad con Ricardo es “una
consecuencia de nuestra terca obstinación de que otros se enamoren, o al menos
entiendan, un poco o mucho de temas que seguramente no les importan […]” (7) Excelente definición, alegórica sí, pero excelente, de esa cosa
extraña y controvertida a la que nos referimos cuando decimos divulgación científica. La idea de la
divulgación científica como una actividad humana, consciente y orientada
voluntariamente a la propiciación del amor, del enamoramiento, de inmediato me
atrapa, me gusta, más aún: me seduce.
Recuerdo entonces
que alguien explicaba las diferencias entre el cuento y la novela diciendo que
el cuento es como el encuentro con una amante, un affaire, un desliz, breve pero intenso; mientras que la novela es
como el matrimonio, donde el amor se vive a otro ritmo, con otros matices y
permite descubrir aspectos humanos que de otro modo no se apreciarían… Y en
este sentido, tal vez sea oportuno emitir un primer juicio sobre Al toro por la ciencia. Los sentidos se
engañan y sería un error considerarlo sólo un librito de pasta blanda con 120
páginas, que en su primera edición (por cierto, bilingüe) recopila 16 columnas
previamente publicadas, además del prólogo y una breve presentación.
Si es cierto que
el contenido puede revisarse rápidamente, también es verdad que para
disfrutarlo se requiere tiempo, un ambiente cómodo, bien iluminado, un buen
café y tal vez un habano. O si se prefiere el vino, no está de más descorchar
un tinto y acompañarlo con una tapa de carnes frías y quesos. En otras palabras,
para leer con atención y a profundidad este libro hace falta un clima propicio
para el placer. (Y perdón, por el uso irresponsable del lenguaje ya que no es
lo mismo ‘ambiente’ que ‘clima’ y por tanto no debieran emplearse como
sinónimos, pero sobre este punto no discutiremos ni divulgaremos hoy). Ya digo,
se necesita un entorno apropiado para disfrutar del buen humor con que Ricardo
Quitt nos revela las anacronías en alguna película de Jackie Chan, para
transitar luego de la ficción a la biografía y brindar la información
científica, siempre con un toque de erudición; pero sobre todo, con un criterio
bien formado.
Avanzo en la
lectura, sorteando siglas y conceptos, sonriendo ante los dichos de la abuela y
los felices hallazgos de los científicos. De pronto me sorprendo tarareando una
de las canciones de cierta banda argentina, muy exitosa en los años de mi
adolescencia, para enterarme luego que los enanitos verdes o Little Green Men fue el nombre que la
Dra. Jocelyn Susan Bell-Burnell dio a un pulsar, “una esfera celeste (que)
emitía pulsaciones periódicas cada 1337 milisegundos” (40). De la sorpresa paso
a la indignación porque el descubrimiento del pulsar le valió el premio Nobel a
su profesor Antony Hewish, pero no a ella. Avanzo en la lectura.
Avanzo.
Pero la idea de la
divulgación científica como una acción amorosa me sorprende a la vuelta de
cualquier esquina. Entonces me digo que en cosas del amor, afortunadamente hay de todo y para todos los
gustos. Hay quienes se enamoran con una pasión egoísta y celosa, por ejemplo,
de una modelo, y no la sueltan, quieren bebérsela hasta la última gota. Su
orgullo está en acaparar y no compartir la belleza. Otros, por el contrario, se
enamoran –digamos- con una mente abierta y saben que si sucumbieron ante los
femeninos encantos, otros también podrían quedar fascinados por su musa. Y
entre estos extremos podríamos enunciar una extensa lista de filias y variantes
amorosas… Lo mismo sucede, supongo, cuando la gente se enamora de la ciencia.
Por eso hay investigadores soberbios y científicos generosos, y puesto que
nunca falta un roto para un descosido, también habrá exhibicionistas y
voyeristas. Identificar los tipos y organizarlos es el chiste de las
clasificaciones.
Pero además de ser parte de esta taxonomía, ¿qué persigue el
divulgador de la ciencia con su pasión amorosa? La respuesta no tarda en
llegar:
El verdadero divulgador de la
ciencia, no importando su origen científico o humanista, debería de estar más
consiente (sic.) de la educación real de su público el vulgo, llegar donde los
medios no lo hacen, donde no hay señales de televisión o radio, y evitar que la
brecha del conocimiento entre los populares y el vulgo crezca, ya sin mencionar
las diferencias con la clase científica. (48)
Este perfil se opone al de los otros personajes que actúan a
favor de la ciencia pero que, desde la perspectiva de Ricardo, no divulgan sino
que popularizan la ciencia, la hacen POP, categoría en donde entran las
actividades realizadas “en las grandes ciudades, dentro de las universidades,
en órganos colegiados o auditorios académicos, en Internet, programas de radio,
televisión, los periódicos y los libros” (46). Desde luego, “Puedes comprar un
VHS, DVD o CD incluso casettes de ciencia”, dice y remata preguntando. ”¿Acaso
no hay algo más POP que eso?”.
Así es.
Y yo que creía que Ricardo era un divulgador, tiene su página
científica en internet (www.ciencia.cc) y ahora nos ofrece un libro
presentado en el marco de una Feria Internacional de la Lectura. Un
popularizador de la ciencia… No importa. Tratándose de ciencia, bienvenido el
POP.
Cabe señalar que en el amor, la lengua es fundamental. Muchos
casos confirman que “verbo mata carita” y en esta línea, si el divulgador de la
ciencia quiere que su lector o su lectora o ambos vean estrellas en un texto ha
de ser muy hábil con la lengua, hacer maravillas con ella, dibujar universos
con palabras, jugar con ellas hasta agotarlas (hasta que chillen, para citar un
verso de Octavio Paz). Y esta virtud lingüística la tiene Ricardo Quitt. Por
ejemplo: en Vacaciones en Hawai, la fonética nos lleva a las preguntas How y Why. Cómo y por qué, “las dos preguntas más importantes de la
ciencia”. O en la coincidencia de la expresión “Sí es ahí” con el deletreo de
las letras c, s, i en inglés: CSI, siglas de Case Scientific Investigation.
Estos juegos son tan frecuentes que un lector descuidado puede incluso suponer
una falta de ortografía donde el autor propone un desafío intelectual, una
resignificación o simplemente una broma. Un claro ejemplo está en la cita
textual que aparece unas líneas antes en donde se dice que el divulgador debe
ser “consiente” y no “consciente” como está en el diccionario. Mas “con-siente”
enfatiza –creo- el papel de los sentidos en la consciencia.
Habrá que decirlo, para que esto no suene a puro elogio. Uno
puede advertir la ausencia de alguna tilde o sorprender a una coma curiosa
donde no debería estar, pero estos detalles no son imputables al autor sino al
descuido de la editorial. Sin embargo, lejos de reprocharlo hay que agradecer
la apuesta de Palibrio por la literatura científica y la divulgación. Sabido es
que el hecho de publicar un texto no garantiza la oportuna recepción, pero si
no se publica, es prácticamente imposible el afortunado accidente: para el caso: sin libro, no hay lector.
¿Pero no es exagerado considerar la divulgación científica
una acción amorosa? Perdón, pero ya se sabe que la mula siempre vuelve al
trigo… En una charla previa con Ricardo, me comenta que cuando leyó La llama doble de Octavio paz
(Barcelona, Seix Barral, 1993), ese delicioso ensayo sobre amor y erotismo,
encontró muchos aspectos científicos, como la descripción de la flama en la que
se resume el fenómeno de oxidación y reducción. Desde luego, no era intención
del Nobel de literatura vincular el amor y el erotismo con la ciencia, sino
(acaso) con la poesía. Entonces vuelvo al libro y leo a Paz, casi escuchando la
cansada voz con que lo recuerdo: “El amor comienza con la mirada: miramos a la
persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada” (214). Algo de
eso hay en la divulgación científica, una observación que nos cautiva y nos
deja ver todo y nada. O como dice el refrán: de lo bueno poco, para que queden
ganas.
Sobra decir que este libro no es un compendio de verdades ni
un formulario o un diccionario científico, es más bien una propuesta de lectura
con sabor a ensayo, y por lo mismo es un texto íntimo y público, objetivo hasta
donde es posible hablar de objetividad y personal hasta donde el lector quiera
apropiárselo, es una invitación a desempolvar las preguntas que obviamos, a
mirar el mundo con más atención, y a enamorarse de una musa ajena, ¿por qué no?
Tonantzintla,
Pue. 20 de abril de 2012