sábado, 17 de enero de 2009

El amor y sus consecuencias

Cuando me duele la cabeza presiento que un ángel
va a venir a enamorarme con su mirada hipócrita
Víctor Roura
Ésta es una de esas tardes grises, lenta, de horas frías. Tiempo húmedo. Es, para evitar descripciones inútiles, una de esas tardes en que se apetece un buen café, música lejana con un volumen casi imperceptible y la lectura de poesía (para que el espíritu no sucumba). Nada extraordinario: simples imágenes y sensaciones cotidianas para saberse ciudadano del gran simulacro que llamamos mundo. Leo entonces Un ángel con su mirada hipócrita de Víctor Roura (México: Armarillo Editores – Linaje Editores, 2008). Un poemario de cinco partes, o mejor dicho: con dos cuartas partes que suman cinco:
I. Los ardores del pasado
II. La devastación y la aridez primera
III. De amores largamente se habla
IV. El amor no es
IV. Donde van las hormigas.
Cinco partes reunidas en torno a la exploración de un tema inagotable por inasible: el amor, esa realidad (o idea o imagen o distorsión de realidad) que “nos lleva a lugares imprevistos, /pero jamás nos regresa al camino donde partimos”. Una serie de versos sobre el amor/desamor y el deseo/descubrimiento-desnudez-desencuentro-decepción-desolación. Una indagación que no se pierde en elucubraciones filosóficas ni metáforas rebuscadas: una poesía que le devuelve a la palabra su función deíctica y ostensiva: señala y expone. Una voz que recuerda la pasión ida mientras describe sus huellas entre ruinas, desde luego con plena conciencia, porque
Todos los amores son una mentira regocijada,
enardecida, jocunda.
O dicho de otra manera:
Las cosas acaban, lo sé.
Los amores son un cuento que termina
justo en la página siguiente.

Y sin embargo, el poemario es la evidencia de que vale la pena hablar largamente sobre los amores/desamores. Esta dimensión humana impele, exige, demanda. “Nadie escribe para sí mismo”, recuerda el poeta. La escritura es testimonio y exorcismo. Nostalgia y analgésico. Confesión ferviente y desesperada, conciencia desde afuera del paraíso. Tal vez por ello, algunos versos suenan a aforismo:

Somos por lo que hemos amado.
*
La historia del amor no la escriben los enamorados.
*
En el amor no se debe llegar demasiado tarde.
*
El amor no es lo que soñamos.
Ni lo que dice la amada en sus sueños.
*
No tengo por qué decirlo, pero el amor es inexplicable
y canalla.
*
*Todavía nadie ha dicho la última palabra /sobre el erotismo.
*
El amor nunca es lo que dicen los enamorados.
*
Quizá sin saberlo, el amor es un arma de doble filo
*
Tiene razón: allá los atormentados con sus tormentos,
que no es poca cosa amar y todavía sufrir sus consecuencias.
*
Los días pasan inexorablemente, borrando incluso las huellas del amor más preciado.
*
La soledad no mata, mata sabernos solos.
*
Ahora me doy cuenta de que mi amor no sirve para nada.

Pero si bien el amor es una mentira, siempre otra cosa, un delirio fugaz que se acaba pues tras “los clamores de media noche” llega “la hora de despertar de los alegres desengaños”; hay que añadir que es una mentira deseada que ha gozado de buena prensa, es una brevedad deslumbrante que transforma a los amorosos en otros: “un poco animales sin retorno”, y que su huella dentro del cuerpo es indeleble: “Lo que se ha vivido no se olvida / por más que no se recuerde.” Es, pues, el amor paradójico, está lleno de contradicciones. Es un espejo que nos muestra escindidos.

Tengo, por Dios, dos palabras en la boca que,
enmudecidas, trastornadas, no sé cómo decirlas
cuando la tarde empieza a caer:
una tiene ciertamente que ver con la ensoñación,
el aliento, la entereza
y la otra con la pesadumbre, la congoja
y la infecunda promesa.

Los amores, en tanto humanos, son incontrolables, desbordantes, enigmáticos, “no sé por qué, / siempre tienen algo de inexplicable”. Irresistibles, incomprensibles: “Cómo se va metiendo una mujer en los poros de un hombre / es un misterio con muchas conjeturas y ninguna respuesta”. El amor se advierte por los efectos, como las enfermedades por los síntomas, y del mismo modo que sucede con ellas, los efectos no siempre resultan gratos:

Nada gano con gritar su nombre: yo no vivo entre sus labios.
No sé cómo una mujer se mete en los poros de un hombre,
pero cuando está adentro el hombre es un ciego caminante.

El amor trasntorna. Perturba. Para decirlo con un lugar común: duele.

Pero no es mía la mujer que traigo
muy adentro en el cuerpo.
Si alguien me dice cómo expulsarla,
lo idolatro en el acto mismo.

Desde luego, alargando un poco el paralelo con la enfermedad, al amor –temporal, crónico o incurable- pudiera hallársele una dimensión trascendente, por no decir espiritual, ¿salvífica?
El amor, dice, no tiene por qué ser un tormento.
Y dice bien: allá los atormentados y sus aflicciones.
Que el amor es un disfrute, un goce fugaz,
un gusto que se dan los amorosos de vez en cuando.

Y ese breve deleite, cuando ocurre, es lo único importante, acaso el sentido de habitar el mundo:

Yo quisiera decirle que la vida pasa,
que las palabras se agotan,
que la escritura fatiga, que los niños crecen,
que los perros corren detrás de la luna llena,
pero mis manos no se cansan de recorrer su cuerpo.

El amor acontece como re-velación (en el sentido doble de exposición y re-cubrimiento con un velo), tras lo cual el enigma retoma la forma de pregunta:

¿Por qué el amor no es blando como una nube?
*
¿Por qué la mujer entra en el corazón de los hombres de
manera precipitada?
*
¿Por qué el amor sólo tiene cuatro letras?
*
Quién no quisiera ser el secreto de una mujer deseada.
*
¿Qué hacer con el amor no saciado,
con el amor jamás gozado?

Así, el amor, incendio y ternura, puesto que no alcanza a ser dicho plenamente con palabras, sino esbozado (en el mejor de los casos), requiere de un símbolo, que Roura encuentra en las hormigas.
Escribo la palabra amor y me sale una hormiga por la o.
La miro alejarse, oronda y no sé si risueña,
y tampoco sé si va hacia algún lado
o está de regreso de un sitio desconocido.
Vuelvo a escribir la palabra amor
y me sale otra hormiga por la o.

***
Un último párrafo para terminar. Comencé a leer a Víctor en las páginas de El financiero hace algunos años. Lo conocí a través de sus columnas de media página donde revolvía historias e ideas en "Los tamaños del amor". Lo he seguido en sus aseveraciones breves y en ocasiones lapidarias de "Hormigueando". También busqué sus libros. Así llegué a las narraciones de Polvos de la Urbe, Un látigo en mi alcoba, Las bailarinas y El diluvio y la cebolla, además de otras reflexiones como las de Codicia e intelectualidad o Los profetas caídos. No siempre comparto sus juicios, pero sigo pensando que para tomarle la temperatura a la cultura en México hay que dedicarle un tiempo a sus letras. Hoy, al terminar la lectura de un poemario despojado de solemnidad y artificios experimentales, que alude a lo humano con simplicidad poniendo el dedo sobre la llaga, se me antoja parafrasearlo:
Son dos cosas las que tengo que decirle al poeta:
que ésta fue una tarde propicia para leer su libro
y que si estuviera aquí le preguntaría:
¿cómo sabes tanto de la vida y del amor?, pinche Roura.

(Léase aquí que aquí el ‘pinche’ como un adjetivo con la connotación de aprecio y afecto).