miércoles, 22 de junio de 2011

El espejo en que uno se refleja


A Alfredo Godínez, 
mucho tiempo después.

Por cielo, mar y tierra de Ximena Sánchez Echenique (México, Tusquets, 2010) es una novela de viaje en el espacio y en el tiempo en la que se entrelazan tres historias: la de un anciano octogenario que viaja en el Ypiranga hacia el Viejo Mundo, allá por 1911, supongo; la de Fredy, conocido por sus amigos como “El negro”, un afortunado joven que ha obtenido una beca para estudiar el doctorado en el Viejo Mundo; y la de Benigno “Pelos negros. Pelos parados. Pelos de puerco espín” (49), para quien la única esperanza de futuro está en el Otro lado.

Tres historias en las que el destino de los personajes esboza el sueño y el desencanto de muchos mexicanos porque ya se sabe que “Cómo México no hay dos” y “¡Viva México!”, pero ya vámonos que aquí no hay trabajo y cuando hay está mal pagado, que aquí la educación es un fracaso y es mejor estudiar en el extranjero, que es más vale el destierro que el encierro o el entierro… Vámonos aunque luego necesitemos un tequila para espantar la nostalgia mientras el mariachi canta la Canción mixteca o el Cielito lindo… Debo confesar que ya estoy extrapolando, porque los personajes no parten de los Estados Unidos Mexicanos sino de la Nueva República.

Tres historias que se entrelazan y coinciden en el viaje como metáfora. Por todos los medios estos personajes se alejan de la tierra en que está enterrado su ombligo. En avión, “El negro”; en barco, el anciano en quien el lector reconoce a Porfirio Díaz; en autobús, el autóctono Benigno. Por cielo, mar y tierra, según la época y las circunstancias. Aunque, también es preciso decirlo, el interés del relato no está en el periplo sino en la despedida: ese instante en que se produce el insight, como golpe de certeza, como un destello de conciencia, la “caída del veinte”, el terrible descubrimiento de que nada volverá a ser como antes. Y acaso por ello, las tres historias comienzan con un adiós.

Ahora bien, así como la novela va y viene entre dos épocas que enmarcan un siglo en el que ha pasado mucho pero en esencia no ha pasado nada, pueden proponerse también dos niveles de lectura: superficie y fondo. El de la anécdota que habré de resumir más adelante y el de la pregunta por nuestra identidad ya que entre líneas se advierten las huellas de un personaje cuya presencia se advierte pero nunca se menciona: Tezcatlipoca, señor del Cielo y de la Tierra (o más bien, del Cielo, Mar y Tierra). El destino nos devuelve inexorablemente al origen. Somos nuestras raíces parece decirnos la narradora entre líneas. Independientemente de las circunstancias socioeconómicas, heredamos una cosmovisión anclada en los antiguos mitos. Saberlo o ignóralo no implica diferencia puesto que no puede faltar el omnipresente, fuerte e invisible, el mismo que en cualquier instante revela nuestra grandeza y nuestra miseria, como dijera Ximena Sánchez Echenique, “el espejo humeante se volvió transparente y ahí nos vemos reflejados” (127).


Pero en el otro nivel, el más inmediato, el narrativo, se nos presenta a un viejo general, héroe de guerra, electo sucesivamente para gobernar tres décadas, hombre del pueblo que luchó contra los franceses en Puebla y terminó afrancesando a la gran ciudad, o sea, todo un Porfirio Díaz de ficción. “El maldito dictador” al que mostrificaron discursivamente los gobiernos postrevolucionarios, hasta que dejó de ser necesario maldecirlo, hasta que dejó de ser mal visto,  que se descubrió que era sólo “un hombre de su tiempo”. Y de hecho, no tan equivocado si pensamos que los políticos de hoy están reconsiderando la reelección (contra la que ideológicamente se opuso Francisco I. Madero, prócer independentista) porque permitiría la y la aprobación o reprobación de la gestión pública por parte de los electores, por un lado, y la profesionalización de los representantes populares, por otro. De modo que cien años después, parece que el pueblo ignorante y revoltoso estaba equivocado. En fin, un personaje histórico y también literario con claroscuros al que la autora encara, sin escribir ni una sola vez su nombre, de tú a tú, en un impostergable ajuste de cuentas.

Conocemos a un joven egresado de la Ibero, hijo de un abogado que trabaja en la Secretaría de hacienda y que vive en una colonia que bien pudiera ser la Condesa, donde “en lugar de hijos, los perros se parecen a sus dueños”, a tal grado que el lector apoyado en la intertextualidad pudiera imaginar a Fernando Vallejo caminando con su legendaria perra Bruja, por la calle Ámsterdam. Un chavo para quien “sólo un bruto se quedaría a vivir en la Nueva República si pudiera largarse a otra parte” (19), y es lógico porque en la Nueva República, que no México (ya se dijo), es un país donde “[a] un niño de ocho años pueden atropellarlo, secuestrarlo, ultrajarlo” (32) sin problemas

Y no podía faltar, acaso para establecer el contraste, un personaje de raíces indígenas, Benigno, cándido como su nombre, con su mujer embarazada y una hija, “Maite [de] cinco años y aunque apenas sabe contar del uno al veinte, es presumida y aguantadora como cualquier mujer” (40). Una niña malhablada porque su abuelo le ha enseñado ya que “tiene que acostumbrarse a que le hablen a maldiciones para no sentir feo cuando llegue al Otro Lado”, porque “allá nos hablan a chingadazos” (50), dice.

Aparecen junto a estos tres personajes principales los llamados secundarios y ambientales: familiares, el vagabundo “dueño de cuatro perros, [que] se alimenta de las sobras de las taquerías cercanas” (35), los coyotes y polleros, así como Ariosto, “un hombre de casi dos metros de estatura […] con la cara escoriada por la varicela” (44) que pudiera identificarse como contrabandista, si no como narcotraficante “y así” –como dicen ahora los jóvenes- hasta crear una atmósfera que refleja la incomodidad social y el deseo de no permanecer para siempre ahí. Demos pues la vuelta a la página y sigamos.

Página tras página predomina un tono nostálgico narrada en segunda persona: “Sí, Benigno”, le habla la narradora al personaje con la voz del oráculo, con la sensibilidad y la prudencia de una mujer: “Tal vez ésta sea la última vez que la veas así” (51). Sí. Cuando uno se despide se pone paternal o maternal, sentimental, romántico o cachondo. Cuando uno se despide brota lo cursi, se toma conciencia de que uno tiene algo de naco. Cuando uno se despide se amontonan los recuerdos y hasta los anuncios publicitarios empiezan a verse de modo distinto… Pero también se esboza un margen para el humor, un tiempo liminal para anestesiar el desgarre y la ruptura. Así, en la fiesta de despedida de Fredy, al hablar con uno de sus amigos dice: “Sí, qué ganas dan de hacer algo bueno por el país” aunque con cara de “lástima-que-me-voy-el-lunes”. Un humor que se oscurece hasta el negro más negro ya que, al parecer, lo único bueno que se puede hacer por la Nueva República es abandonarla.

Con habilidad y maestría para jugar con el lenguaje, dueña de una voz y un estilo imponente, manteniendo en todo momento la tensión narrativa y a tono con la estética de nuestro tiempo, donde no podía faltar la mixtura de géneros, Ximena nos guía con amabilidad y buen ritmo por una geografía inexistente en un viaje hacia el Otro lado, que no los United States, y hacia el Viejo Mundo, más nostalgia que Europa. Inexistente por más que su mapa “semeja un cuerno de la abundancia” (51). Inexistente porque “la Nueva República es una mera ficción” (144). O virtual, como todo lo que uno encuentra en el espejo.

Y así, mientras el lector se dirige, página tras página, hacia el desenlace de las tres historias, encuentra reflexiones ensayísticas que indagan en las sutiles distinciones entre el objeto y la cosa, la confrontación de la historia con la memoria, y el eco de poemas tan bellos como ajenos, sin arriesgar la coherencia y la convicción de que “El mundo es un lugar triste”. Tan triste, sorpresivo e inmisericorde como el final.