martes, 19 de agosto de 2008

Clases de historia

Cuando me informaron que este semestre impartiría la asignatura de Historia de México experimenté una emoción profunda. Una explosión de nacionalismo y orgullo. Fue como estar en el zócalo de la capital la noche del 15 de septiembre. Por poco y grito el clásico “Viva México, Cab…”, cuando reaccioné y caí en la cuenta de que no soy historiador. ¡Qué más da! Si en este país hay médicos conduciendo taxis, abogadas vendiendo cosméticos, futbolistas jugando a ser legisladores, analfabetas en el gobierno… Pregunto: y yo ¿por qué no habría de dar clases de historia?

Así que revisando el programa de estudios se me ocurrió recomendar a mis alumnos la lectura de una novela histórica publicada -si mal no recuerdo- hace un par de años, Victoria de Eugenio Aguirre. Les haría bien leer ese relato que con humor rescata y revisa la figura del primer presidente de México. Historia y ficción se entrelazan en torno a un mito para recordarnos la importancia de tener un proyecto de nación. El autor, con base en una seria investigación bibliográfica y usando la libertad del creador, cede la palabra a Guadalupe Victoria para dejarnos ver las luchas de poder en la etapa inmediata a la Consumación de la Independencia y el nacimiento del Imperio Mexicano. Las pugnas entre independentistas. La rivalidad política. Los odios que van creciendo con el tiempo. Los intereses de gente egoísta y sin escrúpulos para quien México resulta carente de importancia, y sirva de ejemplo el “Serenísimo cabrón”. La emoción y el dolor de parir a una república en condiciones adversas. El ideal, las luchas, el triunfo, la envidia, la ingratitud, las persecuciones... Y en medio de todas las turbulencias, la vida misteriosa de un hombre para quien el amor era una quimera. “¡No podemos engañarnos! –dice Victoria- ¡Mi novia, mi amante, la mujer de mi vida ha sido siempre la Patria; jamás he necesitado de una concubina! ¡En todo caso, y perdone mi lenguaje, para eso están las putas!”

El relato tiene el acierto de recuperar el pasado usando un lenguaje muy actual que lleva al lector a sentirse cercano al prócer y testigo de un momento fundante: el paso de una estructura administrativa –colonial, ligada a una monarquía- a otra –independiente, republicana- pasando por el imperio y una serie de revueltas armadas. Auténticas luchas por el poder, capaces de corroer las instituciones. Hay un párrafo al final de la tercera parte -en vísperas de que el Congreso [1829] declarara nulas las elecciones y se eligiera por unanimidad a Guerrero como presidente y a Bustamante como vicepresidente- que se antoja transcribir. Es un breve diálogo entre el caudillo y su médico (aunque bien se podrían cambiar los nombres por otros conocidos personajes): “Nunca me he sentido partícipe de una farsa como la que se dio hoy en el Congreso, Florencio, se queja, una vez que ha regresado a su despacho. Simularon que me escuchaban, porque no tenían más remedio que hacerlo. Mas yo me di cuenta cabal de que quien atraía su atención era don Lorenzo Zavala. Él es, por ahora, el cerebro de la política mexicana... Es él quien tiene en sus manos el destino de la Patria. Así parece, don Guadalupe. Aunque, he de confesarle que veo como un absurdo el hecho de que sean los legisladores quienes vayan a negar la esencia misma del sistema federal que ellos mismos plasmaron en la Constitución. Uy, galeno, veo que aún conserva usted el candor de los inocentes. No, señor; los políticos son capaces no sólo de cagarse en la Constitución, sino en sus propias madres. Para ellos, no hay cosa que les despierte mayor interés que su beneficio personal. Va usted a ver, matasanos.” (p. 502)

La crítica a la manera en que Guadalupe Victoria es desplazado por los mecanismos del poder parece vigente. Lo es. Aunque se diga que en el País de las Maravillas no existe hoy un López de Santa Anna dispuesto a ceder el control del país a intereses extranjeros, aunque se hayan acabado las “líneas” y los mayoriteos irreflexivos e irracionales que comprometan la autonomía de los tres poderes, aunque no existan más los amarres truculentos, ni los “pagos de facturas” de campaña, ni se tomen las decisiones verticalmente en las oficinas del que gobierna, ahora que todo es transparente, sin transas ni desvíos, hoy que vivimos en estricto apego al estado de derecho –como rezaba la letanía de san Zedillo-, en estos días que Pinocho ya no miente y la democracia funciona con la precisión de un Rolex... queda sin embargo, la posibilidad de que los discursos de los poderosos tengan un “amplio margen de error” y que mediante el engaño alguno que otro gandalla quiera vestirse de gran señor. ¿O no?

En fin, recuerdo haber platicado por aquellos días en que Victoria se publicó con Aguirre, el novelista, cuentista, ensayista y guionista de cine, autor también de las novelas La lotería del deseo, Gonzalo Guerrero y Pasos de sangre. La charla resultó interesante: hablamos de literatura, de historia y de la situación del país en este momento. Hay que hacer algo, parece la lógica conclusión. Estar atentos. “Las cosas no han cambiado sustancialmente – me dijo-. El aprendizaje es muy lento. Todavía las clases políticas siguen privilegiando los intereses de partido, los intereses individuales sobre los intereses de la patria -que ya es una entelequia- y los ciudadanos. No les interesa el país ni les interesamos nosotros. Les interesa el poder personal, el poder del partido, la riqueza a corto plazo, el ejercicio del poder en términos de frivolidad, y ramplonería.”

Venga pues la clase de historia, que con libros como el de Aguirre también puedo impartir Ciencias sociales, Estructura socioeconómica y todas las optativas que gusten.