domingo, 3 de junio de 2012

¿La divulgación de la ciencia es una acción amorosa?


A Miguel Ángel Mendez Rojas,
amigo de la nanotecnología

Leo el Prólogo de Miguel Ángel Méndez Rojas al libro de Ricardo Quitt, Al toro por la ciencia. Against the bull by Science (Bloomington: Palibrio, 2012) y me distraigo pensando: Si lo que necesitamos para superar la desigualdad y la violencia social es una república amorosa –como cierto político sugiere- ésta tendrá que construirse a través de acciones amorosas concretas, tangibles, verificables, que nos descubran la otredad como maravilla (siguiendo a Octavio Paz) o nos muestren la alteridad como un límite ético (pensando en Levinas); pero no sólo mediante la promulgación de un ideario o un canon deontológico. El amor deja huella cuando existe.

Pero, ¿a qué obedece esta digresión que demora mi lectura? Miguel Ángel dice que su amistad con Ricardo es “una consecuencia de nuestra terca obstinación de que otros se enamoren, o al menos entiendan, un poco o mucho de temas que seguramente no les importan […]” (7) Excelente definición, alegórica sí, pero excelente, de esa cosa extraña y controvertida a la que nos referimos cuando decimos divulgación científica. La idea de la divulgación científica como una actividad humana, consciente y orientada voluntariamente a la propiciación del amor, del enamoramiento, de inmediato me atrapa, me gusta, más aún: me seduce.

Recuerdo entonces que alguien explicaba las diferencias entre el cuento y la novela diciendo que el cuento es como el encuentro con una amante, un affaire, un desliz, breve pero intenso; mientras que la novela es como el matrimonio, donde el amor se vive a otro ritmo, con otros matices y permite descubrir aspectos humanos que de otro modo no se apreciarían… Y en este sentido, tal vez sea oportuno emitir un primer juicio sobre Al toro por la ciencia. Los sentidos se engañan y sería un error considerarlo sólo un librito de pasta blanda con 120 páginas, que en su primera edición (por cierto, bilingüe) recopila 16 columnas previamente publicadas, además del prólogo y una breve presentación. 

Si es cierto que el contenido puede revisarse rápidamente, también es verdad que para disfrutarlo se requiere tiempo, un ambiente cómodo, bien iluminado, un buen café y tal vez un habano. O si se prefiere el vino, no está de más descorchar un tinto y acompañarlo con una tapa de carnes frías y quesos. En otras palabras, para leer con atención y a profundidad este libro hace falta un clima propicio para el placer. (Y perdón, por el uso irresponsable del lenguaje ya que no es lo mismo ‘ambiente’ que ‘clima’ y por tanto no debieran emplearse como sinónimos, pero sobre este punto no discutiremos ni divulgaremos hoy). Ya digo, se necesita un entorno apropiado para disfrutar del buen humor con que Ricardo Quitt nos revela las anacronías en alguna película de Jackie Chan, para transitar luego de la ficción a la biografía y brindar la información científica, siempre con un toque de erudición; pero sobre todo, con un criterio bien formado.



Avanzo en la lectura, sorteando siglas y conceptos, sonriendo ante los dichos de la abuela y los felices hallazgos de los científicos. De pronto me sorprendo tarareando una de las canciones de cierta banda argentina, muy exitosa en los años de mi adolescencia, para enterarme luego que los enanitos verdes o Little Green Men fue el nombre que la Dra. Jocelyn Susan Bell-Burnell dio a un pulsar, “una esfera celeste (que) emitía pulsaciones periódicas cada 1337 milisegundos” (40). De la sorpresa paso a la indignación porque el descubrimiento del pulsar le valió el premio Nobel a su profesor Antony Hewish, pero no a ella. Avanzo en la lectura. 

Avanzo.

Pero la idea de la divulgación científica como una acción amorosa me sorprende a la vuelta de cualquier esquina. Entonces me digo que en cosas del amor, afortunadamente hay de todo y para todos los gustos. Hay quienes se enamoran con una pasión egoísta y celosa, por ejemplo, de una modelo, y no la sueltan, quieren bebérsela hasta la última gota. Su orgullo está en acaparar y no compartir la belleza. Otros, por el contrario, se enamoran –digamos- con una mente abierta y saben que si sucumbieron ante los femeninos encantos, otros también podrían quedar fascinados por su musa. Y entre estos extremos podríamos enunciar una extensa lista de filias y variantes amorosas… Lo mismo sucede, supongo, cuando la gente se enamora de la ciencia. Por eso hay investigadores soberbios y científicos generosos, y puesto que nunca falta un roto para un descosido, también habrá exhibicionistas y voyeristas. Identificar los tipos y organizarlos es el chiste de las clasificaciones.

Pero además de ser parte de esta taxonomía, ¿qué persigue el divulgador de la ciencia con su pasión amorosa? La respuesta no tarda en llegar:

El verdadero divulgador de la ciencia, no importando su origen científico o humanista, debería de estar más consiente (sic.) de la educación real de su público el vulgo, llegar donde los medios no lo hacen, donde no hay señales de televisión o radio, y evitar que la brecha del conocimiento entre los populares y el vulgo crezca, ya sin mencionar las diferencias con la clase científica. (48)

Este perfil se opone al de los otros personajes que actúan a favor de la ciencia pero que, desde la perspectiva de Ricardo, no divulgan sino que popularizan la ciencia, la hacen POP, categoría en donde entran las actividades realizadas “en las grandes ciudades, dentro de las universidades, en órganos colegiados o auditorios académicos, en Internet, programas de radio, televisión, los periódicos y los libros” (46). Desde luego, “Puedes comprar un VHS, DVD o CD incluso casettes de ciencia”, dice y remata preguntando. ”¿Acaso no hay algo más POP que eso?”. 

Así es. 

Y yo que creía que Ricardo era un divulgador, tiene su página científica en internet (www.ciencia.cc) y ahora nos ofrece un libro presentado en el marco de una Feria Internacional de la Lectura. Un popularizador de la ciencia… No importa. Tratándose de ciencia, bienvenido el POP.

Cabe señalar que en el amor, la lengua es fundamental. Muchos casos confirman que “verbo mata carita” y en esta línea, si el divulgador de la ciencia quiere que su lector o su lectora o ambos vean estrellas en un texto ha de ser muy hábil con la lengua, hacer maravillas con ella, dibujar universos con palabras, jugar con ellas hasta agotarlas (hasta que chillen, para citar un verso de Octavio Paz). Y esta virtud lingüística la tiene Ricardo Quitt. Por ejemplo: en Vacaciones en Hawai, la fonética nos lleva a las preguntas How y Why. Cómo y por qué, “las dos preguntas más importantes de la ciencia”. O en la coincidencia de la expresión “Sí es ahí” con el deletreo de las letras c, s, i en inglés: CSI, siglas de Case Scientific Investigation. Estos juegos son tan frecuentes que un lector descuidado puede incluso suponer una falta de ortografía donde el autor propone un desafío intelectual, una resignificación o simplemente una broma. Un claro ejemplo está en la cita textual que aparece unas líneas antes en donde se dice que el divulgador debe ser “consiente” y no “consciente” como está en el diccionario. Mas “con-siente” enfatiza –creo- el papel de los sentidos en la consciencia. 

Habrá que decirlo, para que esto no suene a puro elogio. Uno puede advertir la ausencia de alguna tilde o sorprender a una coma curiosa donde no debería estar, pero estos detalles no son imputables al autor sino al descuido de la editorial. Sin embargo, lejos de reprocharlo hay que agradecer la apuesta de Palibrio por la literatura científica y la divulgación. Sabido es que el hecho de publicar un texto no garantiza la oportuna recepción, pero si no se publica, es prácticamente imposible el afortunado accidente: para el caso: sin libro, no hay lector.

¿Pero no es exagerado considerar la divulgación científica una acción amorosa? Perdón, pero ya se sabe que la mula siempre vuelve al trigo… En una charla previa con Ricardo, me comenta que cuando leyó La llama doble de Octavio paz (Barcelona, Seix Barral, 1993), ese delicioso ensayo sobre amor y erotismo, encontró muchos aspectos científicos, como la descripción de la flama en la que se resume el fenómeno de oxidación y reducción. Desde luego, no era intención del Nobel de literatura vincular el amor y el erotismo con la ciencia, sino (acaso) con la poesía. Entonces vuelvo al libro y leo a Paz, casi escuchando la cansada voz con que lo recuerdo: “El amor comienza con la mirada: miramos a la persona que queremos y ella nos mira. ¿Qué vemos? Todo y nada” (214). Algo de eso hay en la divulgación científica, una observación que nos cautiva y nos deja ver todo y nada. O como dice el refrán: de lo bueno poco, para que queden ganas.

Sobra decir que este libro no es un compendio de verdades ni un formulario o un diccionario científico, es más bien una propuesta de lectura con sabor a ensayo, y por lo mismo es un texto íntimo y público, objetivo hasta donde es posible hablar de objetividad y personal hasta donde el lector quiera apropiárselo, es una invitación a desempolvar las preguntas que obviamos, a mirar el mundo con más atención, y a enamorarse de una musa ajena, ¿por qué no?

Tonantzintla, Pue. 20 de abril de 2012

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