No hace mucho tiempo, alguien me preguntó qué era lo característico de un escritor. La respuesta fue muy simple: un escritor es la persona que se dedica a escribir. Fue una salida fácil para una cuestión compleja. Desde luego, es la escritura la que define al escritor, pero se trata de un proceso que va más allá de la serie de actos en que un hombre o una mujer fija palabras con tinta en un papel. Pero, ¿en qué momento alguien se convierte en escritor? ¿Cómo se sabe? ¿Cuándo ocurre la transformación de un mortal común y corriente en un sublime autor consagrado? Se me ocurrió entonces recomendar Escribir es un tic de Francesco Piccolo (Barcelona: Ariel, 2008), en donde el autor habla de los métodos y las manías de los escritores, y en cuyo prólogo a la segunda edición señala queNo se sabe muy bien cómo nacieron ni hace cuánto tiempo, pero en el mundo hay dos civilizaciones divididas por una frontera neta –gracias a la cual ni siquiera se puede decir que estén en guerra-.
A un lado se sitúan los que leen o escriben.
Al otro, los que no leen ni escriben, ni tienen intención de hacerlo.
Y luego, describe a la comunidad letrada como una minoría “presuntuosa y convencida de que está en el lado bueno”. En esa línea, no sería difícil situar la soberbia, el proselitismo y la mitomanía de muchos narradores y poetas, amén de críticos literarios. Pero el ejercicio del autor italiano no sigue esa vertiente, sino que explora documentalmente, con intención didáctica, la praxis escritural de quienes han asumido el oficio de escritor y hablan de su experiencia. Las referencias van de Banana Yoshimoto a García Márquez y de Gustave Flaubert a Chinua Achebe. La intención del trabajo fue, según explica, desmitificar el oficio y recordarse que “la escritura es una combinación original de devoción sagrada y mentalidad de empleado”. En términos generales, se observa que la disciplina predomina sobre la inspiración, aunque cada caso es, a fin de cuenta, diferente.
Sin ser un decálogo, el libro de Francesco Piccolo se estructura en diez puntos:
1. El oficio de escritor. Es paradójico que “en la era de la profesionalidad” escribir no se considere una profesión. Y sin embargo, hay quienes se asumen como escritores, se dedican a escribir regularmente para explotar su talento:
Ejercer el oficio de escritor no significa únicamente escribir para ganar dinero, o sea, hacer que coincida necesariamente con la profesión; escribir por oficio significa dedicar a la escritura el mayor tiempo posible y dejara a la creatividad un espacio mental preponderante.
2. Los métodos. El oficio va ligado a la regularidad y el trabajo sistemático, por tanto, es indispensable que el escritor adopte o desarrolle un método de escritura que le permita “encauzar un trabajo “con orden y rigor, ya sea estableciendo horarios, periodos de escritura, lugares y herramientas. El método requiere:
-paciencia, que puede traducirse prácticamente en reescritura;
-constancia, es decir, regularidad y disciplina:
-seguridad, es decir, ritualidad.
3. Escribir es reescribir. La reescritura es “el mejor órgano de control de la escritura” además de una obsesión del escritor, “que trata de guiar el libro hacia el centro, hacia una perfección que es irrenunciable e inalcanzable a la vez”.
4. Disciplina. Aunque ser disciplinado “no significa necesariamente matarse a trabajar”, es indudable que es necesaria cierta autoexigencia. En ese sentido, “Los consejos que le da Flaubert a su amada Louise Colet son todo lo que hace falta para la autodisciplina”. Y en consecuencia me voy a permitir transcribirlos de la página 57 del texto de Francesco Piccolo (supongo que él ha extraído el fragmento de la correspondencia pero no indica la fecha):
Lo que alimenta no son las grandes cenas ni las grandes orgías, sino un régimen continuo, sostenido. Trabaja pacientemente todos los días el mismo número de horas. Acostúmbrate a llevar una vida tranquila y estudiosa; ante todo verás que tiene un gran encanto, y te dará fuerza. Yo también tuve la manía de pasar noches en blanco; sólo sirve para agotarse. Hay que desconfiar de todo lo que se parezca a la inspiración y que a menudo no es más que una idea preconcebida y una exaltación ficticia que uno se infunde voluntariamente y no ha llegado por sí misma. Además, no se vive en la inspiración. Más que galopar, Pegaso suele ir al paso. El talento consiste en saber llevarlo al aire que uno quiere, pero para eso no debemos forzar sus facultades, como se dice en equitación. Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible.
5. Ritos. La regularidad -la rutina- puede convertirse en un ritual. Y al igual que en el ámbito religioso o antropológico, en la escritura, “son una forma de conservar el proceso personal de creación”, a través de la serenidad y seguridad que brindan. Así, recuerda Piccolo,
Cuando Balzac se disponía a escribir un libro, no admitía distracciones, echaba las cortinas y no distinguía el día de la noche. Mientras duraba la composición era casto y no bebía vino ni licores. Pero tenía el rito del café.
6. Soledad. No siempre, pero con frecuencia, la escritura requiere de aislamiento. El escritor no es un ermitaño, pero en cierto modo, escribir “es dejar el mundo al otro lado de la puerta durante algún tiempo, cerrarle el paso a la vida presente para concentrarse en el relato de la vida. Esto, sin detrimento de la escritura colectiva del tipo del cadáver exquisito o la intervención de amigos o colaboradores del autor durante la escritura.
7. Dónde. En muchos casos, el lugar es importante para la escritura. Hay muchos casos de autores que escribían en una cafetería, como el Lampedusa: “La cafetería es un lugar sagrado de la escritura, a menudo símbolo del escritor bohemio, símbolo desde luego de los años dorados de París”. Hay quienes tienen su estudio o su oficina. Para otros, la casa es la mejor opción, después de todo, en muchos casos se necesita de “la costumbre, la rutina y la necesidad de tener días iguales uno tras otro”.
8. El otro trabajo. Entre la revisión de anécdotas y métodos, Piccolo advierte un detalle: “en realidad los escritores que viven sólo de su oficio son pocos, quizá ninguno, si por ello se entiende vivir exclusivamente de los ingresos de los libros”. Ordinariamente recurren a otras fuentes de ingresos como la industria editorial, los periódicos y la academia, como en el caso de Umberto Eco, Antonio Tabucchi, Marco Lodoli.
9. Pluma, máquina de escribir, ordenador. Es importante la herramienta que se emplea para la escritura. No es lo mismo escribir a mano que a máquina: “El ordenador seduce” porque “toca el punto débil de la prisa e induce a la corrección en vez de la reescritura, en detrimento de las repeticiones, el ritmo y el ‘sentido’ de la escritura”. En cambio, “la pluma permite sentir el ritmo de la escritura inmediatamente, reconocerlo mientras fluye de la mente a la mano que empuña la pluma en movimiento”. Desde luego, también influye el tipo de papel, el tamaño, si los folios están encuadernados o sueltos.
10. Perder tiempo. Se afirma que como una consecuencia lógica de esta revisión (aunque en la práctica tal vez sea la condición indispensable), el escritor requiere tiempo. “El de escritor es un oficio en el que también se pierde tiempo. Es más, perder tiempo es necesario para el que escribe”. La razón para perder el tiempo es elemental: “Escribir es cansado porque hay que pensar mucho, y si uno está muy atareado no puede hacerlo.”
El libro vale por las anécdotas y la amenidad con que se presentan, por la revisión y comparación de poéticas a veces opuestas, porque puede obsequiarle nuevas preguntas a quien se interese en ser un escritor o escritora profesional, por el diseño editorial y las ilustraciones de Anthony Garner.
Hay hipertextos que seducen y nos obligan a la lectura de los documentos a que se refieren o de aquellos en los que se fundan. No hace mucho leí Crónica del pájaro que da cuerda al mundo de Murakami después de hallar una cita, a modo de epígrafe, en Besos pintados de carmín. Antes, llegué a El castillo de Kafka tras la lectura de Los testamentos traicionados de Milán Kundera, y a Melville como consecuencia inevitable de leer a Enrique Vila-Matas. Digamos que éste es uno de los efectos frecuentes de la llamada transtextualidad. Otras veces, se llega después de haber disfrutado el hipotexto, así, por ejemplo, recuerdo haber leído La orgía perpetua de Mario Vargas Llosa al poco tiempo de haber dedicado varias horas a Madame Bovary. Esto viene a cuento porque el ensayo de Elisa Corona Aguilar, Amigo o enemigo: el debate literario en Foe de J. M. Coetzee (México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2008), me ha dado la oportunidad de continuar la lectura del autor sudafricano, interrumpida hacía un buen rato. En este contexto quiero señalar un primer mérito del libro que Elisa nos presenta pues, entre las funciones de la crítica literaria hay que considerar la de emitir juicios tales que permitan, a quien no ha tenido la oportunidad de leer un determinado texto literario, contar con información suficiente para incluir o desechar la obra criticada como proyecto de lectura, o bien, en caso de conocerla, para posibilitar un debate fecundo.

