A Alfredo Godínez,
mucho tiempo después.
Por cielo, mar y
tierra de Ximena Sánchez Echenique (México, Tusquets, 2010) es una novela de
viaje en el espacio y en el tiempo en la que se entrelazan tres historias: la
de un anciano octogenario que viaja en el Ypiranga hacia el Viejo Mundo, allá por 1911, supongo; la
de Fredy, conocido por sus amigos como “El negro”, un afortunado joven que ha
obtenido una beca para estudiar el doctorado en el Viejo Mundo; y la de Benigno “Pelos negros. Pelos parados. Pelos de
puerco espín” (49), para quien la única esperanza de futuro está en el Otro lado.
Tres historias en las que el destino de los personajes
esboza el sueño y el desencanto de muchos mexicanos porque ya se sabe que “Cómo
México no hay dos” y “¡Viva México!”, pero ya vámonos que aquí no hay trabajo y
cuando hay está mal pagado, que aquí la educación es un fracaso y es mejor
estudiar en el extranjero, que es más vale el destierro que el encierro o el
entierro… Vámonos aunque luego necesitemos un tequila para espantar la
nostalgia mientras el mariachi canta la Canción
mixteca o el Cielito lindo… Debo confesar que ya estoy extrapolando, porque los personajes no parten de los
Estados Unidos Mexicanos sino de la Nueva
República.
Tres historias que se entrelazan y coinciden en el viaje
como metáfora. Por todos los medios estos personajes se alejan de la tierra en
que está enterrado su ombligo. En avión, “El negro”; en barco, el anciano en
quien el lector reconoce a Porfirio Díaz; en autobús, el autóctono Benigno. Por cielo, mar y tierra, según la época
y las circunstancias. Aunque, también es preciso decirlo, el interés del relato
no está en el periplo sino en la despedida: ese instante en que se produce el insight, como golpe de certeza, como un
destello de conciencia, la “caída del veinte”, el terrible descubrimiento de
que nada volverá a ser como antes. Y acaso por ello, las tres historias
comienzan con un adiós.
Ahora bien, así como la novela va y viene entre dos épocas
que enmarcan un siglo en el que ha pasado mucho pero en esencia no ha pasado
nada, pueden proponerse también dos niveles de lectura: superficie y fondo. El
de la anécdota que habré de resumir más adelante y el de la pregunta por
nuestra identidad ya que entre líneas se advierten las huellas de un personaje
cuya presencia se advierte pero nunca se menciona: Tezcatlipoca, señor del
Cielo y de la Tierra (o más bien, del Cielo, Mar y Tierra). El destino nos
devuelve inexorablemente al origen. Somos nuestras raíces parece decirnos la
narradora entre líneas. Independientemente de las circunstancias socioeconómicas,
heredamos una cosmovisión anclada en los antiguos mitos. Saberlo o ignóralo no implica
diferencia puesto que no puede faltar el omnipresente, fuerte e invisible, el
mismo que en cualquier instante revela nuestra grandeza y nuestra miseria, como
dijera Ximena Sánchez Echenique, “el espejo humeante se volvió transparente y
ahí nos vemos reflejados” (127).
Pero en el otro nivel, el más inmediato,
el narrativo, se nos presenta a un viejo general, héroe de guerra, electo
sucesivamente para gobernar tres décadas, hombre del pueblo que luchó contra
los franceses en Puebla y terminó afrancesando a la gran ciudad, o sea, todo un
Porfirio Díaz de ficción. “El maldito dictador” al que mostrificaron discursivamente los gobiernos postrevolucionarios,
hasta que dejó de ser necesario maldecirlo, hasta que dejó de ser mal visto, que se descubrió que era sólo “un hombre de su
tiempo”. Y de hecho, no tan equivocado si pensamos que los políticos de hoy
están reconsiderando la reelección (contra la que ideológicamente se opuso
Francisco I. Madero, prócer independentista) porque permitiría la y la
aprobación o reprobación de la gestión pública por parte de los electores, por
un lado, y la profesionalización de los representantes populares, por otro. De
modo que cien años después, parece que el pueblo ignorante y revoltoso estaba
equivocado. En fin, un personaje histórico y también literario con claroscuros
al que la autora encara, sin escribir ni una sola vez su nombre, de tú a tú, en
un impostergable ajuste de cuentas.
Conocemos a un joven egresado de
la Ibero, hijo de un abogado que trabaja en la Secretaría de hacienda y que
vive en una colonia que bien pudiera ser la Condesa, donde “en lugar de hijos,
los perros se parecen a sus dueños”, a tal grado que el lector apoyado en la
intertextualidad pudiera imaginar a Fernando Vallejo caminando con su
legendaria perra Bruja, por la calle Ámsterdam. Un chavo para quien “sólo un
bruto se quedaría a vivir en la Nueva República si pudiera largarse a otra
parte” (19), y es lógico porque en la Nueva República, que no México (ya se
dijo), es un país donde “[a] un niño
de ocho años pueden atropellarlo, secuestrarlo, ultrajarlo” (32) sin problemas
Y no podía faltar, acaso para establecer el contraste, un personaje de
raíces indígenas, Benigno, cándido como su nombre, con su mujer embarazada y
una hija, “Maite [de] cinco años y aunque apenas sabe contar del uno al veinte,
es presumida y aguantadora como cualquier mujer” (40). Una niña malhablada porque
su abuelo le ha enseñado ya que “tiene que acostumbrarse a que le hablen a
maldiciones para no sentir feo cuando llegue al Otro Lado”, porque “allá nos
hablan a chingadazos” (50), dice.
Aparecen junto a estos tres personajes principales los llamados
secundarios y ambientales: familiares, el vagabundo “dueño de cuatro perros, [que]
se alimenta de las sobras de las taquerías cercanas” (35), los coyotes y
polleros, así como Ariosto, “un hombre de casi dos metros de estatura […] con
la cara escoriada por la varicela” (44) que pudiera identificarse como
contrabandista, si no como narcotraficante “y así” –como dicen ahora los
jóvenes- hasta crear una atmósfera que refleja la incomodidad social y el deseo
de no permanecer para siempre ahí. Demos pues la vuelta a la página y sigamos.
Página tras página predomina un tono nostálgico narrada en segunda
persona: “Sí, Benigno”, le habla la narradora al personaje con la voz del oráculo,
con la sensibilidad y la prudencia de una mujer: “Tal vez ésta sea la última
vez que la veas así” (51). Sí. Cuando uno se despide se pone paternal o
maternal, sentimental, romántico o cachondo. Cuando uno se despide brota lo
cursi, se toma conciencia de que uno tiene algo de naco. Cuando uno se despide
se amontonan los recuerdos y hasta los anuncios publicitarios empiezan a verse
de modo distinto… Pero también se esboza un margen para el humor, un tiempo
liminal para anestesiar el desgarre y la ruptura. Así, en la fiesta de
despedida de Fredy, al hablar con uno de sus amigos dice: “Sí, qué ganas dan de
hacer algo bueno por el país” aunque con cara de “lástima-que-me-voy-el-lunes”.
Un humor que se oscurece hasta el negro más negro ya que, al parecer, lo único
bueno que se puede hacer por la Nueva República es abandonarla.
Con habilidad y maestría para jugar con el lenguaje, dueña de una voz y
un estilo imponente, manteniendo en todo momento la tensión narrativa y a tono
con la estética de nuestro tiempo, donde no podía faltar la mixtura de géneros,
Ximena nos guía con amabilidad y buen ritmo por una geografía inexistente en un
viaje hacia el Otro lado, que no los United
States, y hacia el Viejo Mundo, más nostalgia que Europa. Inexistente por
más que su mapa “semeja un cuerno de la abundancia” (51). Inexistente porque “la
Nueva República es una mera ficción” (144). O virtual, como todo lo que uno
encuentra en el espejo.
Y así, mientras el lector se dirige, página tras página, hacia el
desenlace de las tres historias, encuentra reflexiones ensayísticas que indagan
en las sutiles distinciones entre el objeto y la cosa, la confrontación de la
historia con la memoria, y el eco de poemas tan bellos como ajenos, sin
arriesgar la coherencia y la convicción de que “El mundo es un lugar triste”.
Tan triste, sorpresivo e inmisericorde como el final.