Hablar
del cuento es referirse a un género narrativo breve cuyas raíces se remontan a
un tiempo inmemorial, a la época en que el hombre empezó a ser hombre y la
mujer, mujer, al instante en que el lenguaje brotó de la urgencia como una
necesidad impostergable y tomamos consciencia de que estamos hechos de
palabras. Construimos historias para sentir que habitamos el planeta,
necesitamos otras vidas para atraer el sueño, a veces, o para perderlo, según
sea el caso, anhelamos el relato para cultivar el deseo, desatar el placer,
descubrir la piedad o atisbar la belleza presente en el grito de horror, en el
llanto que calla frente a la crueldad, hilvanamos eso que llamamos realidad con
universos ficticios y fantásticos para darle relieve y trascendencia a la vida.
Con razón y buen humor –pero sobre todo-
con lucidez, alguien ha dicho que contar es el segundo oficio más antiguo del
mundo. Y tiene sentido: cuando se descubrió que era posible comercializar los
productos de la naturaleza, poseerlos e intercambiarlos, vender la intimidad,
por ejemplo, darle gusto al cuerpo y sacarle provecho al instinto, no faltó
quien se enterara y saliera corriendo con el chisme.
Hablar
del cuento es aludir a una forma de expresión acotada por un conjunto de
características entre las que se enlistan su carácter ficcional, el predominio
de la acción, un giro o transformación súbita de un estado inicial a un estado
final casi siempre inesperado, una sucesión de episodios donde importa una sola
historia en la que intervienen pocos personajes, y que es, de suyo, breve. Y
sin embargo, definir un cuento es como querer atrapar un pez con la mano en un
río agitado, revuelto, violento. De ahí las comparaciones para deslindarlo de la
novela. Se dice, pues, que la novela es como ir de vacaciones puebleando, en
tanto que el cuento es como volar en avión hacia el mismo destino. Que la
novela es como ganar una pelea de box por puntos y el cuento, por KO. Que la
novela es como descubrir las delicias del amor, día a día, en el matrimonio,
mientras que el cuento es como tener una amante. Los más atrevidos buscan
definir al cuento por sí mismo como una ola que muere sobre las arenas de la
playa, un asalto a plena luz del día o el amor a primera vista.
Al
leer La noche de los crueles de
Mariana Rergis (México: Tierra Adentro, 2014) tengo la impresión de que el
cuento es más bien como un tropezón en una calle concurrida. Una caída lenta,
como si el tiempo no corriera y el aire formara un colchón invisible de gases
densos, como si uno flotara en un sueño líquido retando a la fuerza de gravedad
sólo para darse cuenta, con el golpe, que los seres humanos no vuelan. Una
caída lenta que se vive de manera distinta ante los ojos del que se aproxima al
piso que ante la mirada de los testigos. Una caída lenta que sucede muy rápido.
Y de la que uno se levanta impulsado por los resortes de la vergüenza y el
orgullo como si no hubiera pasado nada. Como las contusiones y el roce
inclemente del asfalto no dolieran, como si nadie se hubiera dado cuenta. Como
si una sonrisa estúpida pudiera salvarnos del oprobio… Algo de vértigo hay en
los catorce textos reunidos en el libro: campo minado en que el lector
trastabilla para volver al polvo del origen. Espejos/puertas/precipicios que
seducen. Narraciones intensas de las que es imposible salir indemne.
Desde
las primeras páginas, la fuerza expresiva de Mariana, la contundencia de su
lenguaje y su estilo subyugante conjuran mis pretensiones críticas. “Jared y
los gatos”, el cuento inicial, invita a pensar en “El hombre de arena”, relato
a partir del cual Freud explica su noción de Umheimlich, lo ominoso, lo siniestro, lo fantástico. Ese terreno
desconocido en donde emergen y se realizan nuestros miedos, el sitio donde
aparecen nuestros fantasmas, el teatro de nuestras proyecciones. En ambos casos
el miedo a la ceguera que –no hace falta decirlo- para el fundador del
psicoanálisis no es otra cosa que el miedo a la castración. Por otro lado, la
prosa provoca pronto la simpatía: para quienes hemos tenido gatos a lo largo de
nuestra vida y nos gustan, sabemos que hay pocas cosas tan placenteras como
conciliar el sueño arrullados por su ronroneo o acariciar su peluda piel hasta
sentir el destello divino que infirieron en ellos los egipcios. “Esa noche
–escribe Mariana-, Jared sintió a Danubio acostándose a sus pies. La seguridad
y el calor de su pequeña compañía lo hicieron dormirse de inmediato…” Pero
también hay razones para lograr la simpatía de quienes detestan a los gatos,
porque esa seguridad es aparente y, paradójicamente, entraña el peligro: “luego
oyó chillidos y sintió el pleito de dos gatos arremolinándose sobre su cama.
Pasaron corriendo sobre su cabeza”, continúa el relato. Y es ahí, cuando la
vigilia y el sueño se confunden, que el drama comienza. La familia de Jared se
deshace de Danubio pero no de los gatos del vecindario a los que el niño
escucha todas las noches hasta perder el sueño. Extraña al gato, a quien su
padre culpa de dejar a Jared sin un ojo. Pronto comienzan las burlas en la
escuela. Se ríen del tuerto quien no tardará en transferir sus emociones a los
compañeros que chillan como gatos… como esos gatos a los que teme y no lo dejan
dormir.
Noche,
insomnio, miedo. Degradación, dolor, muerte. Acción e incertidumbre son los
tópicos abordados en estos cuentos con humor siempre grato, siempre dulce,
siempre negro. Un grupo de niños con cáncer organizan una colecta para un
recién llegado que no parece mejorar con la quimioterapia pero no quiere
morirse sin conocer el mar. Un hermano mayor que se siente desplazado por su hermano
menor al que manda a seguir un papalote, cierta tarde/noche, y que nunca
regresa. Una abuela que atemoriza a su nieto contándole sus pesadillas, donde
la muerte ronda pero no llega, a diferencia de la vida real donde la casa se
incendia y calcina a los papás. La obsesión de la mirada y la capacidad de
reconocer en los ojos las emociones convertidas en imágenes. Una madre
sonámbula que carga un cencerro para advertir que ha iniciado su nocturna
caminata. Encuentros nocturnos casuales en busca de un cigarro.
“Una
familia de mal dormir” presenta a un grupo de insomnes a quienes además de los
lazos de sangre los une la costumbre de beber ajenjo, y para quienes el anormal
es un sobrino del norte que al llegar a casa no tiene problemas para dormir
mismo que, después de un proceso de adaptación y cuando consigue no dormir,
debe regresar con su familia pero, como un juego del destino, tiene un
accidente en el viaje y termina en coma. Casi al final, hay una escena
delirante, brutal e inhumana (y quizá por lo mismo tan comprensible, natural y
humana) que quiero transcribir porque, en cierto modo, la narrativa de Mariana
Rergis me ha traído así:
El impulso de vida se detuvo,
sobre la pantalla no había más que una línea y se escuchaba un sonido agudo,
intermitente. “Santiago”, dije. “Santiago”, grité. “Santiago”, y cada vez más
fuerte sacudía aquel cuerpo, del que solo recuerdo el cabello rizado rebotando
en cada sacudida.
Santiago seguía dormido. Todas
sus historias terminaban así, las mías seguían. No lo podía permitir: empecé a
darle de putazos, todos los putazos que le caben a uno en las manos. Yo lo iba
a despertar porque no era justo que se durmiera y menos para siempre. (57)
Ya
digo, la narrativa de Mariana como la buena narrativa breve me ha traído así.
De guantazo en guantazo, golpe tras golpe por todo el cuadrilátero, putazo tras
putazo, visitando una y otra vez la lona, asido a las cuerdas para no caer y
sin embargo cayendo una y otra vez, de forma ritual y casi infinita, necesitado
de un misericordioso réferi y su cuenta de protección, anhelante y al mismo
tiempo temerosos de escuchar la campanilla que indica el final de cada cuento.
Sólo para darme cuenta con una sonrisa nerviosa de que me ha vencido por KO. Y
aunque nadie lo note, sé que la vida no será igual.
Y
es que, vale la pena mencionarlo, el libro tiene una unidad temática dada por
los juegos que se dan entre el día y la noche, la vigilia y el sueño,
trastocados por el insomnio que da paso al relato fantástico donde el ser y el
no ser confluyen, y en cuya tradición echa raíces este libro, cuyo lector se
enfrenta a la re-velación y debe decidir si lo contado es el velo narrativo que
cubre y oculta o debe creerse la historia al pie de la letra dentro, claro, del
pacto que todo lector establece con el narrador de dar por cierto el universo
ficcional. Emblemático es en este sentido el cuento que da título al volumen
donde Amelia, que despertaba siempre a las cuatro de la madrugada por la
presencia de extraños seres, aparentemente salidos del espejo, queda
embarazada. ¿Cómo la virgen María?, se pregunta en la narración. Para ella está
claro que el hijo que espera es obra de las criaturas que la visitan, que el
bebé será alienígena, que nadie podrá creerlo, ni siquiera Fabián, un amigo que
la visita… Y es ahí donde el lector vacila y se derrumban las certezas: irrumpe
la fantasía.
Ya
lo dije, pero insisto, y con esto termino, el humor tan escaso en nuestros
tiempos es bienvenido. Se agradece su presencia en la literatura. Y más aún
cuando tiene ese tono oscuro, esa delicada y deliciosa acidez, ese veneno
exquisito que en las dosis exactas nos ayuda a sobrevivir al horror económico,
político y social. Esa cosquilla que nos hace reír de nosotros mismos y
suspirar con alivio. Se agradece pues esta prosa gramaticalmente bien cuidada
pero que no sacrifica la proferencia desinhibida, desenfadada y por momentos
políticamente incorrecta. Esas frases lapidarias literalmente, cuando afirma por
ejemplo “Sí, ella yacía en su tumba, pero el odio no había muerto con ella”, y
metafórica cuando se dice “tú no puedes ser payasa porque las mujeres no son
chistosas”. En fin, ese sarcasmo casi caníbal, sin miedo, impúdico que nos deja
desnudos y miserables frente al espejo contemplando nuestros deseos y nuestros
miedos recorre todo el libro. Estremece a veces, sí. Pero que nos hace sonreír
frente a la sangre derramada con una sonrisa nerviosa, que nos confirma que
seguimos aquí, despiertos antes de la noche, y sobre todo vivos.
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