Dice Griselda Gutiérrez Castañeda, en su ensayo “Tiempo de mujeres, utopía y posibilidades” que el poder, en términos de relación, se define “como la capacidad de imponer la voluntad de una de las partes sobre la acción, el pensamiento o la voluntad de la otra parte” y a continuación enlista los principales mecanismos, “los más obvios y elementales”, a los que se recurre para propiciar el sometimiento y mantener la asimetría, a saber: “1. el uso de la fuerza; 2. el uso de recursos económicos; 3. el convencimiento mediante argumento; 4. el uso del prestigio o ascendiente; 5. la seducción; 6. la autoridad, por sólo mencionar algunos.” Esto explica por qué toda acción política es en principio inestable y está marcada por el conflicto: trátese del cumplimiento de la norma o la vigencia de un acuerdo, siempre hay una voluntad que predomina, o mejor, domina. Pero, además –y esa es la intención-, la Doctora en filosofía recurre a esta definición para advertir la importancia y el impacto de los movimientos feministas, que introdujeron la categoría de género para comprender las diferencias y roles entre hombres y mujeres; la necesidad del empoderamiento real de la mujer, como forma de “ejercer una ciudadanía”, de modo tal que se integre efectivamente al espacio político contemporáneo (caracterizado por la subjetividad y la diferencia), así como la resignificación de conflictos históricamente silenciados o naturalizados discursivamente, teniendo en cuenta que “la perspectiva de género puede ser un gozne que articule” los diversos planteamientos teóricos y las prácticas sociales. El ensayo, con otros seis documentos, forma parte del libro Perspectiva de género: cruce de caminos y nuevas claves interpretativas, publicado en México por Miguel Ángel Porrua y el Programa Unviersitari ode Estudios de Género de la UNAM en 2002.
En el primer capítulo, “La perspectiva de género y su contribución al horizonte epistémico contemporáneo” se apunta que el término género contribuyó a la construcción de “una concepción simbólico-discursiva”, toda vez que tuvo el mérito –en palabras de Joan Scott-, de “…reivindicar un territorio definidor específico, de insistir en la insuficiencia de los cuerpos teóricos existentes para explicar la persistente desigualdad entre mujeres y hombres”. Es decir, el valor del concepto está en que, al introducirse en la teoría sobre lo social, posibilita y enriquece el debate sobre las estructuras de organización. En concreto, la principal aportación de la perspectiva feminista es la desnaturalización el rol social de la mujer, al mostrar cómo se produce y legitima la exclusión del espacio público. Desde el inicio, el concepto fue empleado de manera desconstructiva:
Si en sus esfuerzos por delimitar los temas relevantes para las mujeres había que atender al espacio de la familia, a la lógica de la reproducción, a la sexualidad, a la maternidad, o incluso a las representaciones culturales presentes en esos espacios y prácticas, las decodificaciones estaban a la orden: trabajo doméstico, contribución a la consecución del ciclo de la producción asegurando las condiciones de la reproducción y, por ende, de la explotación; ideologización de las representaciones, asegurando este círculo virtual.
Pero en opinión de Gutiérrez Castañeda, no es suficiente identificar los tópicos relevantes porque se puede reducir el conflicto original mediante la “ideologización de la cultura”. Así, para que el debate sea fecundo, propone reconocer la “dimensión simbólica que estructura nuestro entramado social”, sostenida a través del discurso dominante. De ahí que precise:
Reconocer la propia semiótica de lo social no significa reducir la realidad a lenguaje, sino, más allá de reduccionismos y esencialismos, asumir el carácter construido, convencional, pero sobre todo significativo de lo social.
Si no entiendo mal, el quid está en que el lenguaje no sólo expresa sino que permite entender “las acciones y relaciones humanas” en la medida en que produce sentidos. Y de ahí la importancia del análisis discursivo, atendiendo a su dimensión simbólica. Esto, desde luego abre nuevas perspectivas para la comprensión del entramado social (un orden construido a partir de intereses asimétricos que recurre no pocas veces a formas opresivas y que se reproduce discursivamente), pero, por otro lado, complica su estudio.
Plantear que la lógica simbólico-discursiva no es exclusivamente característica del lenguaje, sino de todas las estructuras significativas, implica, primeramente, reconocer el carácter polisémico, contingente y susceptible de las resignificaciones que toda construcción de sentido abre.
El tema se profundiza en el segundo capítulo, “Semiotización de lo social, perspectiva de género y la desestabilización de las divisiones disciplinares”. La autora sabe que la cuestión estudiada es delicada y que este enfoque difiere en muchos presupuestos de otras concepciones teóricas. En ese sentido, tiene claro que si el concepto género es “una de las claves para explicar los modos de configuración de nuestras identidades y de nuestras diferencias”, hay que sustentar su capacidad explicativa y sus efectos.
Con la tesis de que la frontera tajante entre semántica y pragmática se desdibuja, no se traiciona pero se expande consistentemente la tesis de Foucault de que ciertas formas de enunciación del pensamiento son capaces de materializarse en efectos prácticos, de marcar el régimen de los objetos y de las prácticas sociales.
Y aquí es donde la perspectiva de género asume su función crítica: “las formas de exclusión, dominación y opresión, e incluso de sojuzgamiento”, apunta Griselda Gutiérrez, fueron establecidas y reforzadas discursivamente “en las esferas del saber, del poder y de la ley”, gracias a una marca de género que orientaban a cumplir funciones “propias” mediante reglas y sistemas de signos. Entonces, dice:
aclaremos que por sistema sexo/género se entiende que las diferencias sexuales son algo más que un mero dato anatómico: son formas de simbolización inconsciente que establecen pautas para la constitución de la identidad sexual, y se entrecruzan y refuerzan con los papeles de género, los cuales son configurados en el nivel de la familia, del derecho, de la política, de acuerdo con las diversas formas culturales; las propias disciplinas teóricas contribuyen a consolidar tales diferencias con su aura de saber.
Esto sucede por una “sobredeterminación de factores que han permitido legitimar el trastocamiento de las diferencias en desigualdades”, pero que son “susceptibles de resignificarse”, y en ello reside el carácter esperanzador de esta perspectiva (y su valor para la reivindicación de otras minorías). Pero tal cambio de significados requiere “la desconstrucción del entramado de políticas y producciones semiolingüísticas y no lingüísticas que los conforman” para lo cual es necesario “localizar e identificar las diversas formas práctico-discursivas de subordinación”. Un trabajo transdiciplinario, que conserva sin embargo la exigencia del rigor:
En pocas palabras, reconocer el carácter construido sobredeterminado de nuestras configuraciones sociales, y la desestabilización de las fronteras disciplinares, no nos exime ni de la delimitación de nuestro objeto y campo de investigación, ni nos abisma al “abandono de exigencias epistemológicas”.
“Igualdad y diferencia: un universalismo acotado”, el tercer capítulo es una revisión de las posiciones feministas que han sido etiquetadas como “feminismo de la igualdad” y “feminismo de la diferencia”. E indaga sobre la disyuntiva entre igualdad/diferencia, poniendo especial atención a “las posibilidades que abren o cierran para el análisis y la delimitación correcta de los problemas”, siguiendo sendos enfoques. La cuestión no es menor, sobre todo porque en ocasiones la reivindicación de las mujeres ha apelado a la “igualdad de condiciones” mientras que en otras el reclamo ha sido el “respeto a las diferencias”, lo cual da la impresión de que el discurso feminista responde a intereses, circunstancias y conveniencias en vez de recurrir a principios teóricos universalmente válidos. Por ello, revisando a Cèlia Amorós, reconoce que
Ciertamente, esa universalización no opera en el vacío, pero se asienta siempre en la abstracción de particularidades, de diferencias, de excepciones. Ello significa, socialmente hablando, que si es la base para la constitución e derechos, éstos han de ser igualitarios e inclusivos, que pese a partir del reconocimiento de las diferencias, a veces naturales, otras producidas, ha de hacer extensivo su ámbito de validez por encima de aquellas.
Y en cierta manera, Griselda Gutiérrez Castañeda diluye la disyunción, sin decirlo, pero haciendo ver que no existe oposición entre diferencia e igualdad. Que la oposición está entre igualdad y desigualdad, que remite a la asimetría e una relación.
De manera que el criterio para procesar el conflicto estaría basado en principios valorativamente encaminados a procurar una mayor justicia y salvaguardar la dignidad de las personas.
Y esta justicia mayor pasa por el acceso al poder.
El capítulo 4, “El concepto “género”: una perspectiva para repensar la cultura política”, insiste en la filiación de esta categoría al movimiento feminista, lo que permite afirmar que “lleva ínsito un sello, plasmado en su ánimo crítico, en su voluntad de denuncia y en sus pretensiones reivindicatorias” y esta marca es “el sello ineludible de su politicidad”. En el mejor de los sentidos, el feminismo pugna por la disolución de la desigualdad (sometimiento, dominio, marginación).
Los afanes teóricos del feminismo no son fácilmente deslindables de la política, pero si nos propusiéramos hacerlo no sería sin antes destacar, en la línea en que vengo argumentando, cómo, además de sus invenciones teórico-críticas, con su práctica política contribuyeron a cimbrar ciertos paradigmas de la derecha y de la izquierda acerca de cómo pensar y hacer la política.
¿En qué consiste la crítica? En plantear que la política es una consecuencia de la diferencia. Y por ende, que en la base de la estructura social subyace la oposición, el conflicto. En consecuencia, cuando se habla de una lógica binaria, por ejemplo hombre/mujer el segundo término adquiere una carga negativa o un valor secundario:
No necesitamos llegar hasta el ámbito de los referentes de sentido propiamente políticos –dominio/subordinación, amigo/enemigo, lucha/negociación, sometimiento/resistencia, legítimo/ilegítimo- para reconocer la lógica de poder, la politicidad de que lo femenino sea el elemento que integra la lista de los segundos términos.
“Los movimientos feministas y su constitución como sujetos políticos”, el quinto ensayo, reconoce en los movimientos feministas una función de “termómetro” social y no duda en reconocer que “pretenden que la nivelación de las inequidades sea el principio regulativo tanto en el plano de la vida política como en todos aquellos ámbitos de la vida social considerados tradicionalmente como privados” con lo cual ayudan a “transformar tanto las prácticas sociales como las propias representaciones del sentido común”. Esto es posible cuando se supera el antagonismo inmediato y las feministas dejan de ver al hombre como enemigo, es decir, no se trata de desplazar al hombre y sustituirlo, sino de afirmar la diferencia y reducir la desigualdad. Pues,
un feminismo que reivindica las diferencias y la pluralidad, teniendo como eje el antagonismo, está en condiciones de identificar fuentes diversas de conflicto en un contexto más complejo y menos maniqueo para pensar los problemas y, sobre todo, para concebir la pluralidad de fuerzas y actores de juego.
Después de todo, “los espacios políticos no están divididos en masculinos y femeninos”.
El capítulo 6, titulado: “El ejercicio de la ciudadanía de las mujeres y su contribución a la democracia” precisa que “Junto con otros actores, el feminismo ha cuestionado las formas hegemónicas de hacer y concebir la política” y que ha sido con la bandera de “la inclusión” como se exigen “construcciones democráticas verdaderamente pluralistas”, donde desaparezca la subordinación y la existencia de ciudadanos de segunda, toda vez que
Públicamente y en privado las mujeres latinoamericanas están encerradas en el cerco de lo familiar, con sus miserias y atavismos, de manera que incluso cuando se hacen presentes en la esfera pública es para reclamar lo de otros, lo de su familia. Ni siquiera en el terreno de las políticas públicas (salud reproductiva, servicios públicos, apoyos alimentarios) las mujeres son las destinatarias de su calidad de individuos, como tampoco se ubican ellas mismas, en sus iniciativas de organización como el principal motivo de sus reclamos y reivindicaciones.
Para que el impacto en la construcción de una sociedad democrática se produzca, el reclamo feminista se dirige al Estado, toda vez que,
exigir y ejercer una ciudadanía que reclama un espacio público para dirimir sus diferencias, en el cual se procesen sus demandas y sus reivindicaciones, significa valorar la cultura de los derechos como una posibilidad para remediar los efectos perversos –corrupción, inequidad, impunidad- de políticas clientelares.
Por último, en el ya mencionado “Tiempo de mujeres, utopía y posibilidades. O las alternativas del empoderamiento” se resalta la importancia del tema del empoderamiento en el discurso de las feministas. Y se insiste en la dimensión personal de modo que sean las mujeres quienes asuman su protagonismo, pues no hay que confundir “las cuotas de poder y/o formar parte de ciertas organizaciones” con el empoderamiento real. En el fondo, de lo que se trata, es de evitar relaciones “de sojuzgamiento u opresión”. El primer paso, desde luego, es reconocer su existencia.
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